Óyeme con los ojos

Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), pasó varios años encerrado en su casa, sufriendo lo que hoy llamamos «arresto domiciliario», a causa de sus duros escritos políticos contra la corrupción reinante. Pero sus «retiros» no eran todos de castigo ni de penitencia. Durante largos períodos se aislaba del mundo para reflexionar, escribir y «conversar con los difuntos», como él llamaba al ejercicio de leer «pocos, pero doctos libros».

Tenía en su dormitorio un mueble que él mismo había diseñado. Era un estante rotatorio, con ruedas, que él arrimaba a su lecho para gozar de la lectura de los libros selectos que reposaban en el mueble. Era su biblioteca de cabecera.

Durante uno de esos retiros espirituales, en el pueblo Torre de Juan Abad, escribió este soneto en honor a sus libros y a los «difuntos» con los cuales conversaba a través de sus lecturas:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.

Ahora bien. El cordobés Gabriel Laguna, en su hermoso blog dedicado a la tradición clásica y su influencia sobre la moderna cultura occidental, ha escrito una interesante nota sobre la notable metáfora «en conversación con los difuntos» como alusión a la lectura de libros clásicos. Poco agregaré sobre sus notas eruditas, que los lectores pueden saborear directamente:


En conversación con los difuntos

Solamente comentaré que en el soneto de Quevedo brillan dos metáforas:


«vivo en conversación con los difuntos»
, y
«escucho con los ojos a los muertos».

Ambas metáforas tienen raíces en la tradición clásica, pero son revividas creativamente por los grandes poetas del barroco y, en general, de fines del siglo XVI. Sorprende, por ejemplo, esto de «oír con los ojos» (= leer), más cuando se constata que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) construye con ella esta bellísima estrofa:

Óyeme con los ojos,
Ya que están tan distantes los oídos,
Y de ausentes enojos
En ecos de mi pluma mis gemidos;
Y ya que a ti no llega mi voz ruda,
Óyeme sordo, pues me quejo muda.

Según los expertos en literatura, que parecen saber mucho del asunto, Sor Juana es una representante del barroco y en particular de su escuela culterana. Lo malo de tales clasificaciones es que omiten las historias personales y socialesde cada verso, de cada estrofa y de cada metáfora.

Ni Quevedo ni Sor Juana «escuchaban con los ojos a los muertos» o «vivían en conversación con los difuntos» por puro gusto personal. Quevedo creció, solitario y receloso, a lo largo de los corredores del Palacio Real, viendo con sus ojos tanta corrupción, tanta intriga, tanta podredumbre humana, que su clara inteligencia le enseñó a menospreciar a esa alimaña que se llama «homo nobilis» (el noble) y a poner los ojos en la voz escrita de los sabios muertos. Sor Juana, mujer, hija ilegítima, mestiza, bella y dotada de inteligencia genial, aprendió pronto a ver las lacras ocultas bajo la hipocresía de los doctos y beatos fariseos de la corte virreinal, y con la alegría irónica del destructor de mentiras se dedicó a escribir versos amorosos por encargo de damiselas coquetas que, tal vez, nunca entendieron cabalmente los mensajes secretos de ética y justicia envueltos en las metáforas culteranas de nuestra amada monjita.

Hoy oímos con los ojos a Quevedo y a Sor Juana y sentimos por ellos la sana y robusta veneración que se debe sentir por dos buenos compañeros.

Carlos Vidales