Las crónicas poéticas de Stephen Crane

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Stephen Crane vivió solamente 29 años. Nació en Newark, New Jersey, en 1871 y murió en 1900. Fue el menor de catorce hermanos. Escribió su primera novela en dos días. Tanto su padre como su madre fueron escritores y entre sus antepasados abundaron los soldados y los clérigos. Quienes han estudiado su obra concuerdan en que ella refleja las influencias familiares, en su tema obsesivo, el conflicto y la guerra; en su compasión estoica, casi mística; y en su tono bíblico. Crane escribió narraciones, ensayos y novelas. Su extraordinaria y corta carrera literaria comenzó a los veinte años de edad, cuando salió de la Universidad de Syracuse y produjo su primera novela, con el titulo de ‘Maggie: A Girl of the Streets’, en solamente dos días de trabajo febril. Más tarde publicó varias obras más, entre las que destacan dos libros de poemas, ‘The Black Riders and Other Lines’ (1895) y ‘War is Kind’ (1899).

Crane fue tan buen narrador, que durante mucho tiempo no se consideró su poesía digna de mayor atención. Vivió algún período en Inglaterra, y allí alternó con genios de la talla de Henry James, Conrad y H.G. Wells. Un notable crítico llegó a compararlo con James Joyce por su vigor como narrador de ficción.

Solamente a mediados del siglo XX comenzó a valorarse la prodigiosa poesía de Crane, que aparte de las influencias ya anotadas revela una poderosa vena periodística (él mismo trabajó como ‘reportero’ en Nueva York y lo hizo con singular brillo). Pero además, una lectura atenta de sus poemas muestra dos vertientes líricas que confluyen: la de Walt Whitman y la de Omar Khayyam. De la pluma de Crane fluye una fuerte y concisa poesía de la ciudad, del mundo moderno, de los problemas de la muchedumbre, sobre el trasfondo de las eternas preguntas esenciales del hombre y sus dilemas éticos. Hay un breve poema de Crane que es hermano gemelo de otro de Khayyam. Es este:

Tu dices que eres santo,
y eso
porque no te he visto pecar.
Ay, pero existen aquellos
que te ven pecar, amigo mío.

Compárese con el de Khayyam, que ya he publicado anteriormente, y que dice así:

Un religioso dijo a una ramera: ‘Estas ebria,
atrapada a cada momento en una nueva trampa’
Ella respondió: ‘Oh, Señor, yo soy lo que tú dices,
y tú, ¿eres lo que aparentas?’

Ahora bien, nosotros, los latinoamericanos, deberíamos leer más poesía norteamericana, especialmente aquella que nació y creció con el siglo XX. Porque además de encerrar la sabiduría rebelde que nace en los callejones de las grandes ciudades, esa poesía nos enseña a acercarnos al alma ruda y sincera de un pueblo de trabajadores, inmigrantes y pioneros, que se enfrenta al inmenso poder acumulado por la gran metrópoli. Esa poesía nos enseña también a producir hermosas flores sin más materia que el cemento, y ternura sin más elementos que el paria miserable y la sombría callejuela del suburbio. Stephen Crane es, en esta obra de creación mágica, uno de los grandes brujos de la moderna poesía norteamericana.

Aquí les ofrezco, por eso, tres breves joyas de este poeta excepcional.

Muchos demonios rojos

Muchos demonios rojos cayeron rodando de mi corazón
sobre la página.
Eran tan diminutos
que la pluma los pudo hacer papilla.
Y muchos forcejeaban en la tinta.
Era extraño
escribir en este rojo amasijo pegajoso
de cosas salidas de mi corazón.

Un periódico

Un periódico es una colección de injusticias a medias
que, voceada por muchachos milla tras milla,
difunde su curiosa opinión
ante un millón de hombres compasivos y burlones,
mientras las familias abrazan los goces del hogar
cuando las estimula una noticia de horrenda agonía solitaria.
Un periódico es un tribunal
donde cada uno es procesado de modo amable e injusto
por una mezquindad de hombres honestos.
Un periódico es un mercado
donde la sabiduría vende su libertad
y los melones son coronados por la multitud.
Un periódico es un juego
en que el jugador logra la victoria gracias a su error,
mientras que otro, por su destreza, recibe la muerte.
Un periódico es un símbolo:
es la crónica casquivana de la vida,
una colección de chismes vulgares
que concentran eternas estupideces,
de esas que en épocas remotas vivían ininterrumpidamente
vagando a través de un mundo sin cercas ni barreras.

Un hombre con una lengua de madera

Había un hombre con una lengua de madera
que intentaba cantar,
y en verdad eso era lamentable.
Pero hubo uno que oyó
el claqueo de esa lengua de madera
y supo que el hombre
quería cantar.
Y con esto el cantante se sintió feliz.

(La traducción es mía.
No conozco otras versiones en español de este poeta.
Recientemente se ha publicado una traducción de
‘The Black Riders and Other Lines’, realizada por Nicolás Suescún
(Casa de Poesía Silva, Bogotá, 2001; Hiperión, Madrid, 2006).
Desgraciadamente no he tenido oportunidad de consultarla.
Carlos Vidales.)

Aire

Metrópolis

Fotograma de la película "Metrópolis" (Fritz Lang)

Señor hermano aire, mi padre lo decía
hace ya mucho tiempo:
te han llenado de casas,
te acribillaron de troneras
te fragmentaron en cubos, habitáculos,
celdas, cuartuchos miserables,
oficinas y cárceles.

Y nos encerramos todos
a desconfiar los unos de los otros.

Lo que quedó de tí
lo llenamos de humo,
lo atiborramos de progreso,
lo erizamos de chimeneas.

Señor hermano aire
amado y transparente
abandona tu bíblica paciencia:
convoca tus ejércitos, huracanes, ciclones
tormentas, vendavales
y con la sagrada escoba de tu cólera
ven a barrer el mundo,
acaba con esta orgía,
envíanos de regreso a la inocencia.

Carlos Vidales
Estocolmo 2009-12-27


Perseguido por buscar la verdad

Baltasar Garzón

El juez Baltasar Garzón

Que no se engañe nadie. La acusación contra el juez Baltasar Garzón, impulsada por la mismísima Falange Española, no es otra cosa que la persecución implacable contra quienes, como él, buscan esclarecer la verdad de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el nefasto régimen franquista.

A este juez le ofrezco mi solidaridad fraternal. Y a sus perseguidores les dedico, porque les cuadra bien, un poema de Miguel Hernández, víctima del franquismo, cuya vida luminosa y trágica se recuerda en estos días en el mundo entero.

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Óyeme con los ojos

Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), pasó varios años encerrado en su casa, sufriendo lo que hoy llamamos «arresto domiciliario», a causa de sus duros escritos políticos contra la corrupción reinante. Pero sus «retiros» no eran todos de castigo ni de penitencia. Durante largos períodos se aislaba del mundo para reflexionar, escribir y «conversar con los difuntos», como él llamaba al ejercicio de leer «pocos, pero doctos libros».

Tenía en su dormitorio un mueble que él mismo había diseñado. Era un estante rotatorio, con ruedas, que él arrimaba a su lecho para gozar de la lectura de los libros selectos que reposaban en el mueble. Era su biblioteca de cabecera.

Durante uno de esos retiros espirituales, en el pueblo Torre de Juan Abad, escribió este soneto en honor a sus libros y a los «difuntos» con los cuales conversaba a través de sus lecturas:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.

Ahora bien. El cordobés Gabriel Laguna, en su hermoso blog dedicado a la tradición clásica y su influencia sobre la moderna cultura occidental, ha escrito una interesante nota sobre la notable metáfora «en conversación con los difuntos» como alusión a la lectura de libros clásicos. Poco agregaré sobre sus notas eruditas, que los lectores pueden saborear directamente:


En conversación con los difuntos

Solamente comentaré que en el soneto de Quevedo brillan dos metáforas:


«vivo en conversación con los difuntos»
, y
«escucho con los ojos a los muertos».

Ambas metáforas tienen raíces en la tradición clásica, pero son revividas creativamente por los grandes poetas del barroco y, en general, de fines del siglo XVI. Sorprende, por ejemplo, esto de «oír con los ojos» (= leer), más cuando se constata que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) construye con ella esta bellísima estrofa:

Óyeme con los ojos,
Ya que están tan distantes los oídos,
Y de ausentes enojos
En ecos de mi pluma mis gemidos;
Y ya que a ti no llega mi voz ruda,
Óyeme sordo, pues me quejo muda.

Según los expertos en literatura, que parecen saber mucho del asunto, Sor Juana es una representante del barroco y en particular de su escuela culterana. Lo malo de tales clasificaciones es que omiten las historias personales y socialesde cada verso, de cada estrofa y de cada metáfora.

Ni Quevedo ni Sor Juana «escuchaban con los ojos a los muertos» o «vivían en conversación con los difuntos» por puro gusto personal. Quevedo creció, solitario y receloso, a lo largo de los corredores del Palacio Real, viendo con sus ojos tanta corrupción, tanta intriga, tanta podredumbre humana, que su clara inteligencia le enseñó a menospreciar a esa alimaña que se llama «homo nobilis» (el noble) y a poner los ojos en la voz escrita de los sabios muertos. Sor Juana, mujer, hija ilegítima, mestiza, bella y dotada de inteligencia genial, aprendió pronto a ver las lacras ocultas bajo la hipocresía de los doctos y beatos fariseos de la corte virreinal, y con la alegría irónica del destructor de mentiras se dedicó a escribir versos amorosos por encargo de damiselas coquetas que, tal vez, nunca entendieron cabalmente los mensajes secretos de ética y justicia envueltos en las metáforas culteranas de nuestra amada monjita.

Hoy oímos con los ojos a Quevedo y a Sor Juana y sentimos por ellos la sana y robusta veneración que se debe sentir por dos buenos compañeros.

Carlos Vidales