Acompáñame a estar solo

Carnaval de Río

Carnaval de Río – Brasil

Publicado originalmente en sueco bajo el título Ensamma är vi alltid tillsammans (Solos estamos siempre juntos), en el diario Svenska Dagbladet, el 18 de octubre de 1997. Dicha versión sueca puede leerse en La Rana Dorada. He preferido realizar una traducción casi literal de esta crónica en lugar de escribirla de nuevo en castellano. CV.

Vivir la soledad es, presumiblemente, un placer para la mayoría de las personas en esta galaxia. De otro modo no estaríamos tan frenéticamente ocupados en establecer límites, legislar sobre prohibiciones, aplicar reglas restrictivas y cerrar puertas.

Por todas partes se ven signos y señales que advierten sobre la humana nostalgia de la soledad.

Esta pulsión, común a todo el género humano, es tan poderosa que algunos quieren estar completamente solos en la soledad.

Octavio Paz escribió hace más de medio siglo un luminoso ensayo con el título El laberinto de la soledad, en un intento de descubrir los rasgos característicos de los mexicanos. Y aunque no lo afirmó categóricamente, los lectores tienen la impresión de que los mexicanos, solamente los mexicanos, son seres solitarios por naturaleza.

Pero en ese punto está equivocado.

El poeta peruano César Vallejo consiguió, a fines de la década de 1930, construir una formulación que incluye tanto la soledad universal, íntima, individual, como la variación cultural que esta humana angustia puede manifestar: «… subes a acompañarme a estar solo…«

Ven, amigo, ayúdame a etar solo. Ven para que podamos estar solos juntos.

Y el chileno Pablo Neruda reconoció abiertamente en su Canto General, algo que muchos latinoamericanos intentan mantener en secreto, eso que Octavio Paz ve solamente en los mexicanos: «… en la soledad más espesa, la de la noche de fiesta…«

Naturalmente. ¿Por qué habríamos nosotros, los latinoamericanos, de hacer fiestas, si no fuera para poder estar solos?

Nos reunimos en grandes cantidades, gentes de todos los colores, edades y tamaños, bailamos y bebemos, gritamos, volvemos a bailar, cantamos y reímos y bebemos más y nos hacemos bromas los unos a los otros. Con la máscara siempre puesta. Y bebemos un poco más. En el más íntimo círculo del alma, bajo la protección de la ruidosa muchedumbre multicolor, está cada individuo para sí solo y continúa tranquila y gozosamente su eterno diálogo consigo mismo.

La locura del carnaval constituye un ambiente apropiado para la soledad latinoamericana. Hemos desarrollado el viejo carnaval medieval, que era tal vez un grito desesperado de protesta contra el hacinamiento de la pobreza, hasta convertirlo en una representación colectiva en la que cada cual juega un papel en una parodia sobre la tormentosa historia y convivencia de todos. Soldados romanos, fenicios codiciosos y fastuosos, negros que danzan e improvisan música con las simples herramientas del trabajo esclavo en lugar de verdaderos instrumentos musicales, inquisidores, falsos reyes, caballeros cruzados, gordos cardenales, mujeres de fantasía, «indios» de toda clase, momias, alegres esqueletos.

Todos esos disfraces y máscaras nos recuerdan nuestros antepasados, hermanos y primos: asiáticos de Mongolia, chinos, celtas, fenicios, romanos, judíos, antiguos y modernos germanos, árabes de África del norte, esclavos de Guinea, Congo o Dahomey, caníbales caribeños, piratas medievales de todos los colores, polacos, turcos, libaneses, italianos, gitanos, en fin, todos los tipos humanos de todos los continentes, que no solamente han llegado a nuestros países durante los últimos 60.000 años, sino también se han mezclado unos con otros con innegable entusiasmo.

Nuestra soledad se alimenta en la fuente de una multicultural nostalgia de las muchas tierras que nuestros antepasados tuvieron que dejar cuando acudieron al Mundo Nuevo para crear este carnaval de apariencia caótica que llamamos «la sociedad latinoamericana». La sociedad del mestizaje. Esta es precisamente la multiplicidad que nos embarga cuando estamos solos o, mejor dicho, cuando estamos «con nosotros mismos».

Porque la soledad es una compañía, es la confrontación del individuo consigo mismo, un diálogo entre la criatura humana y su alma, entre el ser individual y su universo interior.

Existen otras naciones, más exóticas, donde las gentes procuran aislarse por completo para administrar su soledad. Trabajan duramente y gastan mucho dinero y recursos para lograr su objetivo: una roca solitaria cerca del Ártico, con bella vista sobre el mar y el bosque bajo el cielo profundamente azul.

Debe reinar un absoluto silencio, porque el silencio es el esposo de la soledad en la mitología de estas criaturas. Cada individuo debe tener su propia roca muy lejos de las rocas de otros. Uno permanece sentado ahí, completamente solo, con el teléfono portátil apagado, hablando en silencio con su propia alma.

El español Miguel de Unamuno ha descrito magistralmente el carácter de este diálogo interior como una de las premisas fundamentales de la existencia. Cada cultura vive este diálogo de la soledad a su manera y en su forma. Criticar una u otra forma sería algo tonto. Si el humano nórdico necesita cien kilómetros cuadrados para estar a solas consigo mismo, pues que lo haga. Que cada cual atienda sus negocios a su gusto.

Nosotros, los latinoamericanos, empleamos a veces un truco muy astuto cuando queremos compañía en la soledad: nos reunimos en torno a una mesa en algún café y simulamos conversar los unos con los otros. Después de unos minutos de animada argumentación comenzamos a hablar simultáneamente, no los unos con los otros sino los unos encima de los otros. Nadie escucha y todos argumentan.

«¡Qué locos!», pensará seguramente la criatura nórdica que mire este espectáculo. Pero las apariencias engañan. Lo que ocurre en realidad es que cada uno habla con su propia alma y aprovecha la ocasión para tomar al mismo tiempo un café con los amigos. Genial, ¿no?

¿Y de qué trata el eterno diálogo interior?

Gertie Englund, egiptóloga de la Universidad de Uppsala, nos ofrece una parte importante de la respuesta. En su excelente libro Så tänkte de (Así pensaban ellos) podemos seguir la conversación de un hombre del antiguo Egipto con su alma. Un texto de hace 4.000 años describe la discusión. El hombre está cansado de la vida y desea la muerte. Él intenta convencer a su Ba (alma, otro yo) de que la muerte y el reino de los muertos es mejor para ambos. «El Ba es de otra opinión completamente diferente y sostiene que el hombre se hace representaciones sentimentales y erróneas sobre lo que la muerte significa».

El Ba argumenta: «Eres un humano y vives. Pero, ¿de qué te sirve? Escúchame, escuchar es bueno para los humanos. ¡Sé feliz y alegre y olvida las preocupaciones!»

El hombre insiste. Él quiere hablar sobre la muerte, sobre el otro lado de la vida, sobre la vida después de la vida. El Ba intenta explicar que uno no debe hacer preguntas sobre problemas que todavía no existen, que «uno no debe pedir una comida antes de tiempo sino cuando es hora de comer». El hombre se empecina y habla sobre una materia de la cual ni él ni el Ba tienen experiencia alguna. El Ba exige que ambos permanezcan en el reino de la vida y sus problemas reales.

La conclusión de Gertie Englund es aleccionadora: «En esta antigua narración egipcia tenemos un testimonio sobre cómo el ser humano encuentra en su interior un interlocutor que es una parte de él mismo pero que no equivale a su yo conciente. Este interlocutor tiene otras ideas sobre cosas y casos, y sobre conductas apropiadas y formas de relación, de las que el individuo ha meditado. Es un aspecto de su propia alma que sale a su encuentro, algo que tiene su propia opinión acerca de lo que es la vida y de cómo se ha de vivir la vida».

Finalmente «subraya el Ba cuán importante es que los dos lados de la persona mantengan comunicación mutua».

Esto es precisamente lo que intentamos hacer, una y otra vez, y por eso queremos vivir nuestra amada soledad, independientemente de si nuestra roca está en la vecindad del Ártico o en medio de un estruendoso carnaval.

Carlos Vidales
Estocolmo, 5 de julio de 2014

 

El ruego del Inca Garcilaso: asumir el mestizaje

0072inca(En memoria de Guillermo Cano)

Como si hubiera querido partir de este mundo en compañía de Miguel de Cervantes –muerto el día anterior en Madrid–, el 24 de abril de 1616 dejaba de existir en Córdoba, a los setenta y siete años de edad, el mestizo peruano Gómez Suárez de Figueroa, hijo del conquistador español Sebastián Garcilaso de la Vega y de la Ñusta (princesa) cuzqueña Isabel Chimpu Ocllo. Pariente, por la rama paterna, de dos grandes glorias de las letras españolas –Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega– y, por la rama materna, bisnieto del décimo emperador de los incas, Túpac Inca Yupanqui y sobrino nieto de Huayna Cápac, Gómez Suárez de Figueroa había adoptado desde su temprana juventud el nombre de Inca Garcilaso de la Vega, resaltando así su condición de mestizo singular. En él se unían, en turbulenta síntesis, lo mejor de la cultura de los conquistadores y lo mejor de la cultura indígena peruana.

No truncó la muerte la obra del Inca Garcilaso. La segunda parte de sus Comentarios Reales había sido terminada ya en diciembre de 1612, contaba con las aprobaciones necesarias para su edición en enero de 1614 y, por fin, siete meses después del fallecimiento de su autor salió de las imprentas de Córdoba esta obra que un historiador ha llamado «la más grande y honda de las historias del Perú».

El Inca Garcilaso había nacido en el Cuzco. Reconocía como lengua «mía natural» el quechua y confesaba que «ni de escuelas pude en la puericia adquirir más que un indio nacido en medio del fuego y furor de las cruelísimas guerras civiles de su patria, entre armas y caballos, y criado en el ejercicio dellos, porque en ella no había entonces otra cosa».

Creciendo y educándose en el fragor de la conquista, no tuvo siquiera el derecho de ser considerado legítimo porque su padre hubo de casarse con una española para defender la posesión de su encomienda. Se fue a España a los veintiún años para no regresar jamás a la tierra nativa porque el propio Rey se lo habría de prohibir. Combatió en Italia bajo las órdenes de don Juan de Austria y se ganó en los campos de batalla el grado de Capitán a los veinticinco años de edad. Se retiró de las armas a los treinta para meditar y escribir y luego, ya maduro, tradujo del italiano al español los Diálogos del Amor, que fueron censurados y recogidos por la Inquisición. Publicó La Florida del Inca, crónica sorprendente sobre los hechos del Adelantado Hernando de Soto en la Florida y dio cima a su obra con el prodigioso y febril testimonio de los Comentarios Reales de los Incas, cuya grandeza y hondura provienen del hecho de haber sido escritos por un mestizo natural que había adquirido conciencia plena del mestizaje. «El mestizo natural ha vencido al criollo artificial, europeizado«, diría tres siglos más tarde José Martí.

La conciencia del mestizaje

En efecto, al valorar el mérito de sus propios escritos, el Inca Garcilaso advertía tanto a los indios como a los españoles que «cada uno dellos lo ha de tomar por suyo propio porque de ambas naciones tengo prendas que los obligan a participar de mis bienes y males«. Confesión orgullosa y anticipo feliz de las palabras con que, trescientos cincuenta años más tarde otro peruano genial, José María Arguedas, habría de resumir su propia vida:

…hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea, que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua...

Garcilaso había dicho:

A los hijos de español y de india o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en indias, y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena  me honro con él.

Declaración más que sorprendente, revolucionaria, si se tiene en cuenta que el ser llamado mestizo era en aquella época tomado «por menosprecio», según confesaba el propio Garcilaso y que desde la primera hora de la conquista los mestizos fueron sometidos a un régimen discriminatorio y considerados por la costumbre y por la ley escrita como miembros de una casta inferior. Forzoso era entonces concluir –como lo es ahora– que la «significación» a que Garcilaso se refería como motivo de orgullo no podía ser otra cosa que la significación histórica del mestizaje o, dicho de otro modo, el porvenir que él preveía –y que, como veremos, insinuó con toda la prudencia que exigía el ojo vigilante de la Santa Inquisición– para esta síntesis racial y cultural, síntesis violenta y sangrienta, coercitiva y brutal, atormentada y revuelta, en la que estaba contenido el germen de una nueva cultura y sembrada la semilla de un mundo nuevo.

¿Hasta qué punto asumía Garcilaso el proceso del mestizaje? Para él, las terribles contiendas de la conquista eran «guerras civiles», puesto que se trataba de conflictos entre nuestros propios padres indios y españoles. Hijo carnal del gigantesco juego de contradicciones entablado entre la nación de los conquistadores y la nación de los conquistados, el mestizo Garcilaso reconocía su propia patria, no en la nación invasora, no en la nación invadida, sino en la síntesis que resultaba de esta violenta colisión histórica. ¡Guerras »civiles», las guerras de nuestra conquista! Idea original y perturbadora, que todavía hoy espera su desarrollo pleno, porque «nuestra» historia ha sido escrita por mestizos vergonzantes, hijos de «criollo artificial» con pretensiones de blanco, herederos de los terratenientes que asumieron el monopolio de la jefatura en las guerras de Independencia, levantando con una mano las banderas hipócritas del «indigenismo», robando con la otra las tierras de los resguardos y proclamando a boca llena su presunta condición de «nietos de don Pelayo». Para ellos fue siempre vergonzosa la «unión espuria» de las dos naciones, la masa despreciada de cholos, de pardos, de zambos, y hasta el mismo Bolívar, el más grande de los americanos, no pudo evitar ser pequeño, aristócrata y mantuano, cuando en un arrebato fugaz de decepción clamó contra la «pardocracia» y afirmó, con los peores epítetos, que la anarquía y la indisciplina de nuestros pueblos tenía su origen en la mezcla de pueblos y culturas.

La extensión del mestizaje

Pero el mestizaje generado en las tierras de Hispanoamérica no era simplemente un  proceso «racial». Garcilaso advirtió que era, ante todo, un proceso cultural, al reconocer como compatriotas  suyos a  los criollos »oriundos de acá nacidos (España) y connaturalizados allá (América)», es decir, como hombres que, siendo españoles de origen, se hallaban integrados a la nueva realidad americana: en buen romance, como americanos de piel blanca y alma mestiza. Y a estos criollos y no a otros dio cabida en el destino histórico que había vislumbrado para el nuevo mundo.

En cambio, si bien reconocía orgullosamente a los invasores españoles como «nuestros padres», no olvidaba que ellos habían sumido al alma indígena en «la melancolía y tristeza perpetua», y deliberadamente omitió mencionarlos cuando, con inocultable afecto, encabezó así el prólogo a la segunda parte de sus Comentarios Reales:

A los Indios, Mestizos y Criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad.

Garcilaso no podía advertir, desde luego, que más allá del mestizaje «cultural» o «nacional», y sirviéndole de sustrato fundamental, se desarrollaba un mestizaje de formaciones socioeconómicas o, lo que es lo mismo, una múltiple y violenta articulación de modos de producción. Y aquí no me queda más remedio que rogarle al lector que soporte unas líneas de lenguaje un tanto técnico, por medio del cual quiero expresar, a guisa de hipótesis de trabajo, algunas ideas relativas a la identidad profunda de Nuestra América:

Históricamente, la sociedad hispanoamericana tiene su origen en el proceso de articulación violenta de varios modos de producción, proceso ocurrido durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y mediante el cual una formación económico-social europea, la española, formación con características particulares y específicas, incorpora al conjunto de su estructura a una multitud de sociedades desigualmente desarrolladas y relativamente independientes las unas de las otras, a las cuales articula entre sí, y con cada una de las cuales se articula de diversos modos y grados mediante la coerción directa. La historia de la Conquista y de la Colonia es, pues, la historia de esta múltiple articulación de modos de producción, que dará como resultado el surgimiento de una sociedad nueva, «mestiza», la sociedad colonial, distinta de las sociedades que al articularse le dieron origen, y distinta de la sociedad europea a la cual se encuentra sometida.

Este proceso se realiza durante la época del surgimiento y desarrollo del capitalismo y es condicionado por los fenómenos históricos que, a escala europea y mundial, genera dicho desarrollo.

En la conformación original de la sociedad hispanoamericana, por tanto, confluyen una multitud de factores históricos: elementos de los modos de producción indígenas que, transformados y modificados, se incorporan a la nueva formación socioeconómica en función del desarrollo de los modos de producción predominantes, impuestos por la sociedad conquistadora (así, la mita incaica, institución de «servicio civil obligatorio» en la sociedad indígena, se convierte en el horripilante matadero de indios que caracteriza la expoliación colonial); elementos de los modos de producción propios de esa sociedad conquistadora que, también transformados y modificados, se convierten en los pilares básicos, fundamentales, de la nueva formación socioeconómica; elementos del feudalismo en descomposición que, acosado en Europa por una agonía irreversible, busca y encuentra en las regiones coloniales del mundo nuevas formas de auto-reproducción y supervivencia; y, por fin, elementos del capitalismo en desarrollo que ya comienza a influir en todos los rincones del mundo «civilizado».

¿No será, tal vez más correcto, buscar en este «mestizaje» original de las estructuras económicas, las raíces de nuestro carácter «anárquico», inorgánico en lugar de echarle la culpa a la mezclas de las sangres y las «razas», como lo hiciera nuestro inmortal Bolívar en un momento desdichado de arrebato aristocrático?

¿Y no será acaso el camino más correcto para superar nuestro temperamento turbulento y contradictorio, anárquico y caótico, el de asumir nuestro mestizaje y desarrollarlo creadoramente, en lugar de maldecirlo y avergonzarnos de él? Así lo cree, por lo menos, el Inca Garcilaso y por eso nos deja, antes de morir, un ruego que aún no hemos atendido, empeñados como estamos en disputas de menor cuantía.

Un ruego histórico

Así habla Garcilaso:

«A los cuales todos (indios, mestizos y criollos) como a hermanos y amigos, parientes y señores míos, ruego y suplico se animen y adelanten en el ejercicio de virtud, estudio y milicia, volviendo por sí y por su buen nombre, con que lo harán famoso en el suelo y eterno en el cielo.»

Reflexionemos un poco sobre estas palabras, escritas en suelo español, en la España de Felipe II. La virtud, que es la organización disciplinada, consciente y metódica de las fuerzas morales; el estudio, que es el enriquecimiento serio, sistemático y profundo de las propias potencialidades, la construcción positiva de la propia identidad. el desarrollo de la herramienta fundamental del ser humano, su conciencia; y la milicia, que es la disposición organizada de la fuerza, la materialización de la voluntad transformadora de la historia. Todo ello reunido; todos estos instrumentos ejercitados en inseparable unidad por un grupo humano gigantesco de indios, mestizos y criollos que actúan «volviendo por sí» y no por otros, por sí y no por el rey que los domina, por sí y no por la Santa Madre Iglesia que hace apenas unos años, en Valladolid, ha exterminado en la hoguera a decenas de hombres que tuvieron la osadía de volver «por sí».

Hoy, casi cuatro siglos más tarde, este volver por sí se percibe como la tarea perentoria de las inmensas masas de indios, mestizos, negros, mulatos y criollos, no de una élite esclarecida, de todos y no de unos pocos héroes, porque el escenario de nuestra historia no está hecho para un pequeño elenco de actores y una masa innumerable de espectadores pasivos.

La  cuestión  permanece  vigente, porque en nuestras sociedades turbulentas se reproduce, una y otra vez, la arrogancia de quienes pretenden hacerle trampas a la historia, asumiendo el papel de Hércules o el de Prometeo, despreciando de hecho la organización política de las masas trabajadoras, relegando a un segundo plano el trabajo lento, difícil, oscuro, anónimo, «de hormiga», que consiste en educar, orientar, organizar y encauzar a millones de hombres y mujeres para que asuman ellos mismos las luchas por sus derechos y sean ellos mismos los protagonistas de su propia emancipación. En su afán por construir la «vanguardia» se han olvidado de construir «el  cuerpo del ejército» y la «retaguardia», sin los cuales no puede haber otra cosa que una caricatura de vanguardia: aparatos cerrados, superclandestinos, en los que sólo caben «militares profesionales» cada día más aislados de las necesidades reales del pueblo e impulsados más por su propio voluntarismo heroico que por las necesidades objetivas del proceso social.

Virtud, estudio y milicia: dejemos a la reflexión de los latinoamericanos honrados y sensatos lo que significa la unidad indisoluble de estos tres instrumentos, y lo que significa su divorcio; a qué grado de santurronería fanática, ignorante, llega la virtud sin el estudio, o a qué niveles de beatería impotente y suplicante alcanza cuando le falta la fuerza que apoye su razón; a qué limites de «azote y crimen», como dice Martí, descienden el estudio y la inteligencia cuando no tienen virtud ni moral, o a qué honduras de soledad y destierro, cuando menos, o de torturas, cárcel y muerte, cuando más, se sumerge la verdad cuando está indefensa frente al poder de la tiranía; en qué pantanos de militarismo ramplón, aventurerismo vulgar, heroísmo estúpido, coraje sin dirección y sin destino, semillero de una nueva arbitrariedad y de una nueva tiranía, se hunden los hombres que empuñan las armas para despreciar la teoría, la inteligencia y el estudio, o cómo caen en la vileza cada vez que cambian de principios como de camisa y olvidan que el proceso de la historia es siempre el de la emergencia de una nueva moral.

Garcilaso había comprendido, acaso no con precisión científica pero sí con intuición poderosa, que en las tierras de Indias se forjaba una nación. Vislumbraba que esta nación había de ser la unidad creadora de los elementos aborígenes, de los elementos extranjeros connaturalizados en la nueva patria y de la síntesis resultante de ambos, los mestizos. Si así no fuera, ¿por qué habría de introducir Garcilaso, inmediatamente después de la cita que acabamos de comentar, sin transición alguna, la discusión en torno a la falsa disyuntiva de «civilización o barbarie«? Oigámoslo.

Y de camino es bien que entienda el mundo viejo y político que el nuevo (a su parecer bárbaro), no lo es ni ha sido sino por falta de cultura. De la suerte que antiguamente los griegos y romanos, por ser la flor y nata del saber y poder, a las demás regiones, en comparación suya, llamaron bárbaras, entrando en esta cuenta la española, no por serlo de su natural, mas por faltarle lo artificial…

Dejemos esto a aquellos a quienes duele la suerte de nuestra América y trabajan para la libertad y para la dignidad del hombre. En estas tierras, atormentadas por militares ignorantes e inmorales de todos los colores, o por fariseos de la ley para quienes los derechos del hombre son «el alegato de la subversión», es necesario ahora recordar el ruego del Inca Garcilaso para que haga su trabajo en la conciencia viva de los pueblos y los prepare, con el descubrimiento de su propia identidad histórica, para la construcción de una vida más justa, más libre, más humana.

 © Carlos Vidales
Publicado en
El Espectador, Magazin dominical, Bogotá, 28-12-1980, pp. 6 y 7.
Revisado en Estocolmo, en el exilio, 31-01-2013.
Debo rendir aquí homenaje de admiración y gratitud
a don Guillermo Cano, quien, siendo director de El Espectador,
y conociendo, por medio de nuestra correspondencia,
que yo me encontraba en el exilio desde diciembre de 1979,
me estimuló a escribir este artículo y generosamente lo publicó,
desafiando la represión del gobierno de entonces.
Héroe y mártir de la libertad de opinión, Guillermo Cano
cayó asesinado por sicarios del narcotráfico el 17-12- 1986.

En su memoria, pongo este artículo en el dominio público.