El día que le pegamos a Llorente (20 de julio de 1810)

Plaza Mayor de Santa Fe, Bogotá

La Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, escenario de los dramáticos sucesos que se narran en esta historia de floreros, reyertas y revoluciones patrióticas. Era, como siempre suele ocurrir, un día de mercado.

En estos días de violencia y efemérides no falta quien quiera recordar el 20 de julio como «el día de la independencia de Colombia». Falsedad, mentira, impostura, charlatanería. La independencia de Colombia se declaró otro día, otro mes y otro año. Y todavía no se cumple. En cambio, el 20 de julio de 1810 fue el día que le pegamos a un señor muy decente delante de toda su familia. Una vergüenza que hoy se festeja como gloria nacional. Aquí les cuento lo que ocurrió ese día, para que se hinchen de orgullo patriótico.

Me acuerdo muy bien: todos nos levantamos muy temprano ese día. Era viernes, y los mercachifles y marchantas del mercado semanal, en número mucho mayor que el acostumbrado, ocuparon sus puestos en la Plaza Mayor, que ahora le llaman «de Bolívar», con tal orden y disciplina que ya a las cuatro y media de la mañana estaba cada uno en su lugar, con sus achicorias, arracachas, coles y verdolagas dispuestas para el regateo. Había un silencio raro en el aire y se percibía una tensión general, como si todos supie­ran que algo muy gordo estaba a punto de suceder. Hasta los perros de los marchantes, con las narices mojadas por la niebla fría del amanecer, vigilaban anhelantes la esquina del Cabildo, las ventanas del Palacio del Virrey, la explanada del Colegio de San Bartolomé y la puerta de la Cárcel Mayor.

A las cinco en punto comenzó la misa en la Catedral, que a esa hora estaba ya repleta hasta los topes. Todos los adultos comulgaron, mirándose con recelo los unos a los otros. Los señores chapetones y sus familias, ocupando los bancos mas cercanos al altar, echaban de vez en cuando miradas de odio y desprecio a los criollos y sus familias, que se mantenían todos agrupados más atrás, muy dignos, en las bancadas cercanas a la puerta. El populacho, la plebe, la chusma, es decir el pueblo humilde, honrado y trabajador, oía la misa y se rascaba los piojos de pie, en las naves laterales, donde las imágenes de los santos milagrosos miraban al cielo con expresión de sufrimiento, agobiadas por el olor a ruana sudada, alpargata macerada y enjalma inmemorial.

Todos estaban nerviosos, aunque todos estaban estragados por el sueño y el cansancio. Nadie había dormido la noche anterior. En las casas de los criollos más notables se había permanecido en vela, y grupos de campesinos y arrieros «voluntarios» habían montado guardia en los portones y zaguanes, porque corría la voz de que los chapeto­nes planeaban asesinar a las diecinueve familias más importantes de la cachaquería. Circulaba una lista, supuestamente hecha por los españoles, en que constaban los nombres de los jefes de esas familias: el señor Emigdio Benítez Plata en primer lugar, don Camilo Torres en segundo, don José Acevedo y Gómez en tercero… A este plan siniestro se le había dado el nombre de «La Conspiración Infiesta», porque era precisamente el señor Infiesta, oidor de la Real Audiencia, quien había dicho en corrillo de amigos y compadres que era necesario eliminar a los criollos de más prestigio para garantizar el orden y la tranquilidad. El señor Infiesta pertenecía a esa clase de cretinos que creen posible tranquilizar al pueblo asesinándole su gente.

Los chapetones también estaban agotados, porque entre ellos había corrido el rumor de que esa noche los criollos iban a hacer una matanza general de españoles. Por eso, aunque se habían ido a dormir temprano, se les había pasado la noche revolcándose en la cama, intranquilos, tratando de creer en las palabras del oidor Hernández de Alba:

«Los americanos son como los perros sin dientes: ladran, pero no muerden».

Yo también estaba sin dormir, porque mi papá me había llevado a la casa del sabio Caldas, donde se hizo una reunión en la que participaron don Camilo Torres, don Frutos Joaquín Gutiérrez, don José Acevedo y Gómez, don Miguel Pombo, don Francisco Morales, y otros varios cachacos de lo más fino. Recuerdo que don Camilo Torres, muy elegante con su casaca de paño color carmelita y sus pantalones de lino blanco, se paseaba de un lado a otro y dos o tres veces se lamentó de la ausencia de don Antonio Nariño. Ya hacía dos meses que los malditos chapetones habían mandado a Nariño a Cartagena, con grilletes en las manos y en los pies, porque sospechaban que don Antonio estaba preparando un motín para disolver al Reino. Recuerdo también que a mí, por ser niño, me dieron agua de panela y unas galletas, y que ellos tomaron café con excepción del sabio Caldas, que prefería el «té de Bogotá», traído de la finca de Nariño.

A mí me gustaba mucho estar cerca de Caldas, porque parecía como un niño, con la casaca abierta y la camisa desabrochada, siempre dibujando mamarrachos y fórmulas incomprensibles en sus cuadernos de apuntes. Esa noche, mientras don Camilo Torres daba instrucciones severas a todos y explicaba que era necesario provocar un incidente violento con los chapetones, haciéndolos aparecer a ellos como culpables, porque, según decía, «para asegurar el éxito es necesario que la chispa incendiaria parta del vivac enemigo», Caldas dibujó en un pedazo de papel un óvalo cruzado por una raya, más o menos así

olarga

y me preguntó: «A ver, jovencito, ¿qué significa esto?» Yo examiné el enigma desde la altura de mis doce años y le contesté sin vacilar: «O larga y negra partida». El se echó a reír y me dijo: «Esa interpretación vale para cuando a uno lo van a fusilar: ¡Oh, larga y negra partida…! Por ahora la explicación es otra, y yo se la resumo diciendo que basta con partir un solo eslabón para que se rompa toda la cadena».

Don José Acevedo y Gómez, que oyó estas últimas palabras, comentó: «Eso es muy cierto. Y lo que necesitamos en este momento es saber cuál es el eslabón que conviene partir». Luego se llevó a mi papá a un rincón y le habló en voz baja. Los ví discutir unos instantes. Después de eso mi papá vino y me ordenó: «Vaya y acuéstese en la otra pieza. Duérmase, porque mañana tenemos mucho que hacer y yo lo voy a necesitar para que traiga y lleve recados». Yo le hice caso porque me di cuenta de que ellos querían discutir lo del eslabón sin que mis orejas pudieran oir. Mi papá era admirador de Rousseau y a mí me educaba según el método propuesto en el «Emilio», y por eso para mí era muy fácil obedecerle. Yo confiaba en él.

He contado todo esto para que ustedes entiendan que al amanecer del 20 de julio de 1810 todos los habitantes de Santafé estábamos trasnochados y nerviosos. Todos, excepto don José González Llorente y su familia. Ellos eran los únicos que habían dormido tranquilos, porque don José González Llorente era un pan de Dios que nunca se metía en chismes, jamás hablaba de política con nadie, y por lo tanto él y su familia eran los únicos en todo el virreinato que no sabían lo que estaba pasando. Don José González Llorente era chapetón, nacido en Cádiz, pero se había casado con una criolla, a la cual amaba y respetaba con veneración. Aparte de sus hijos y de su mujer, don José González Llorente mantenía en su casa a doce mujeres más: once hermanas de su esposa y la mamá de todas. Era, en consecuencia, un santo, y Dios lo debe tener en su gloria. Su generosidad era proverbial, su simpatía por los criollos evidente, su tienda estaba muy bien situada, a pocos metros de la Catedral, y bien surtida, con paños y manteles y vajillas y cristales y floreros. Yo lo quería, porque siempre me regalaba algún dulce y me acariciaba la cabeza cuando yo iba a recoger los tabacos para mi papá.

Apenas terminó la misa todo el mundo se desbandó para sus casas. Don José González Llorrente, sus hijos, su mujer, su suegra y sus once cuñadas, seguidos por cuatro sirvientas almidonadas y un criado adolescente, se fueron muy en fila, sin hablar con nadie y pensando solamente en Cristo y sus apóstoles, y se encerraron en su domicilio.

La niebla de la mañana se había disipado. En la Plaza Mayor el mercado hervía de susurros y cuchicheos, pero en toda la ciudad se alcanzaba a oir el ruido que hacían la cachaquería y la chapetonería, a unísono, sorbiendo en sus hogares el chocolate caliente, el caldo de pollo y el cuchuco suculento del almuerzo. Gente timorata, zanahoria y rinconera, los santafereños de lustre refocilaban el estómago después del extenuante esfuerzo de oir misa.

A las nueve de la mañana don José González Llorente abrió su tienda, situada en la Calle Real, ahí mismo donde está ahora la llamada «Casa del Florero«. En ese momento yo estaba en mi casa, a cuatro cuadras de allí, recibiendo la siguiente orden de mi papá:

— «Vaya donde el señor Llorente y observe la situación. Si ocurre alguna novedad, avísele a don José Acevedo y Gómez y después véngase a ver en qué lo necesito».

 Yo salí corriendo a cumplir el encargo, y llegué a mi puesto de observación en el preciso instante en que los hermanos Morales se dirigían al señor González Llorente con estas amables palabras:

— «Oiga usted, señor, venimos a que nos preste el florero bonito ese que tiene para adornar la sala en la que vamos a darle la recepción a don Antonio Villavicencio. Ya sabemos que usted es un chapetón recalcitrante y que nos odia a los criollos, pero suponemos que no será tan grosero como para faltar a las reglas de la hospitalidad. ¿No es así?»

El pobre don González Llorente se puso colorado, y tartamudeando de la sorpresa, contestó:

— «¿Pero de dónde sacan vuestras mercedes, señores míos, que yo odio a los criollos? ¿Y por qué me hablan vuestras mercedes en ese tono tan insultante? ¿Les he faltado yo en algo alguna vez, he sido desatento con vuestras mercedes o con vuestras honradas esposas o madres o hermanas? ¡Por supuesto que pueden vuestras mercedes disponer del florero, y de toda mi tienda, que a mí no me importa si el agasajado es criollo o chapetón!»

— «¡Ajá! —respondió el más joven de los Morales— ¡de manera que insulta a nuestras madres, y esposas, y hermanas! ¡De manera que dice que no le importan, que se caga en los criollos! ¡De manera que se niega a prestar el florero, solamente porque el agasajado es criollo! ¡Viejo cabrón, miserable, chapetón de mierda, ahora mismo vas a a ver cuánto valemos los criollos!»

La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.

La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.

El tumulto que se armó entonces fue tremendo. La gente se arremolinó, gritando contra el pobre señor González Llorente, y a mí me dió la impresión de que todos sabían exactamente cómo tenían que moverse y qué tenían que gritar. Todos, menos don José González Llorente, que estaba muy aturdido, muy azorado, muy sorprendido y muy achicopalado. En esto llegó don Francisco José de Caldas, con sus botas muy lustradas y su cuello de encaje, y una sonrisa maliciosa en la mitad de la cara, y saludó muy amablemente a don José González Llorente. Eso me pareció muy absurdo, y al comienzo no entendí por qué Caldas hacía eso. Era imposible que él no se hubiera dado cuenta del tumulto. Pero comprendí de qué se trataba cuando uno de los Morales le dijo:

— «Señor Caldas, es increíble que usted salude con amabilidad a este chapetón miserable, que ha insultado a los criollos, que ha dicho que se caga en todos nosotros, y que se ha negado del modo más vulgar y soez a cumplir con los deberes de la hospitalidad».

Caldas miró a los Morales, a la muchedumbre, a don José González Llorente que estaba congestionado por la sorpresa, la humillación y el espanto, y dijo con una tranquilidad brutal, amable y sonriente:

— «Pues si es verdad lo que vuestras mercedes me dicen, tengo que retirar el saludo que acabo de ofrecer».

Don Gónzalez Llorente pareció hundirse en el abismo de un colapso cardíaco. La multitud volvió a gritar, y yo salí corriendo de allí y me fuí a contarle todo a don José Acevedo y Gómez, como mi papá me había ordenado, y luego me dirigí a toda velocidad a la casa, a esperar instrucciones.

Mi papá se mostró muy satisfecho de mi prontitud y disciplina, y me dio un buen chocolate con colaciones. Estábamos en esas cuando llegó, muy agitado, nuestro pariente y amigo don José María Carbonell, diciendo que a don José González Llorente le habían dado una paliza fenomenal, y que la muchedumbre andaba cazando ahora a un oidor —no recuerdo su nombre—, y que ya era hora de poner en movimiento «la máquina popular«. Mii papá estuvo de acuerdo y me dijo: «Váyase ahorita mismo con José María, obedézcalo en todo, no se separe de él y pórtese bien. Ahora es usted un ciudadano y un patriota». Me miró a los ojos con mucho cariño y me dio una palmada en el hombro. Yo le besé las manos y me fui con Carbonell, que parecía un torbellino.

Nos trepamos por la Candelaria, hasta el barrio de Egipto, y Carbonell alborotó allí a más de dos mil personas que se bajaron hasta la Plaza Mayor con palos y picas y piedras y cuchillos. Después corrimos hasta San Victorino y de ahí trajimos a tres mil energúmenos dispuestos a desbaratar el Reino a patadas. Lo mismo hicimos en el barrio de Las Nieves. En suma, nos recorrimos en unas horas todos los huecos de Santafé donde había pobres y chusma, y a las seis de la tarde teníamos una muchedumbre enfurecida en la Plaza Mayor, varios oidores presos, los chapetones escondidos en los entretechos de sus casas y los criollos repartiendo órdenes, contraórdenes y desórdenes.

Lo demás ya lo conocen ustedes, porque fueron a la escuela y ahí les echaron el cuento completo. Sabrán, por lo tanto, que mientras José María Carbonell alborotaba a los artesanos, peones y obreros, don Francisco Morales, cumpliendo órdenes del doctor Azuero Plata, comunicaba al cuartel del Regimiento Auxiliar la noticia de los alborotos y lograba que el jefe de dicha fuerza, don José Moledo, se uniera con su batallón a las fuerzas patriotas. Entretanto, los criollos más notables se autodesignaron con el título de tribunos o portavoces del pueblo, y en nombre del pueblo enviaron emisarios al virrey con la petición de que permitiera realizar de inmediato un Cabildo Abierto. El virrey, señor Amar, terco y porfiado como un ladrillo gallego, se negó repetidas veces a conceder el permiso y al promediar la tarde, con torpe arrogancia, recibió al último de los comisionados, don Ignacio de Herrera, con la tajante expresión «¡Ya he dicho!» y luego le volvió la espalda de manera insultante.

Yo estaba ya de regreso en mi casa cuando llegó allí un mensajero con el cuento de lo que había dicho el virrey. Mi papá, alarmado, comentó: «Eso quiere decir que el señor Amar se propone aplastarnos a sangre y fuego». Pero a los cinco minutos llegó otro mensajero con la información de que don Juan Sámano le había pedido autorización al virrey para sacar las tropas regulares a la calle a fin de restablecer el orden a balazos, y que el virrey le había negado ese permiso y en cambio le había ordenado mantenerse quieto en su cuartel. Al oír esta noticia, mi papá se quedó como atontado y uno de los criollos presentes, no recuerdo cuál de ellos, dijo con una sonrisa: «Eso quiere decir que el señor Amar es bobo de remate, y que ahora podemos hacer lo que se nos dé la gana».

Dicho y hecho. Los miembros del Cabildo y los notables criollos decidieron realizar el Cabildo Abierto sin la licencia del virrey y comenzaron a enviar las citaciones, a convocar a la muchedumbre que recorría las calles, enardecida y furibunda, y a organizar los piquetes de vigilantes y activistas. A las cinco de la tarde, una horda de lagartos, aduladores, tinterillos, chismosos, oportunistas y sapos de todos los colores, llegaron donde el señor virrey a contarle que los criollos iban a pasar por encima de su autoridad. El señor virrey dijo entonces:

«He dicho que no habrá cabildo sin mi permiso. Si son tan subversivos que se atreven a hacerlo, entonces les doy permiso para que hagan Cabildo Extraordinario».

Cuando la muchedumbre alborotada oyó esto, la carcajada fue inmensa y toda la revolución estuvo a punto de fracasar, porque la gente se desmayaba de la risa. La seriedad revolucionaria se restableció cuando don José Acevedo y Gómez se trepó a un balcón y gritó con todas sus fuerzas:

— ¡Esta vaina no es una fiesta, carajo! ¡Con semejante indisciplina es imposible organizar el desorden! ¡Si dejamos pasar este momento de verraquera, si no aprovechamos la papaya que nos están dando, antes de doce horas los chapetones nos van a hacer comer mierda a todos juntos!

Esta es la frase inmortal que, por respeto a las señoras, las señoritas y los niños, la historia oficial ha registrado así:

— ¡Si perdéis este momento de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes!

Sea como fuere, el pueblo quedó tan impresionado con la vibrante elocuencia de don José Acevedo y Gómez, que desde ese mismo momento lo bautizó con el apodo de El Tribuno del Pueblo.

A las seis de la tarde una inmensa multitud llenaba la Plaza Mayor y todas las calles adyacentes. Todas las campanas tocaban a rebato. La guardia de la cárcel intentó hacer una salida contra el pueblo, pero fue desarmada y bombardeada con piedras, tomates, verduras, huevos podridos, escupitajos y toda clase de insultos por las gloriosas masas revolucionarias que con abnegación y heroísmo dieron así una prueba suprema de patriotismo inmortal. Los pobres guardias, molidos a palo y cubiertos de saliva proletaria, fueron encerrados en la misma cárcel que debían guardar.

A las seis y cuarto, más o menos, comenzó a sesionar el Cabildo Extraordinario, como decía el ridículo permiso del virrey. Yo estaba en la plaza, al lado de mi papá y de José María Carbonell, y ví que éste último hacía una seña a un vecino notable, quien de inmediato pidió la palabra y propuso que se eligiera por aclamación a don José Acevedo y Gómez como Tribuno del Pueblo. Así se hizo, con ruidosa aprobación de la muchedumbre. Alguien señaló entonces que la muchedumbre no podía votar porque el Cabildo era Extraordinario y no Abierto, y por lo tanto no era permitida la votación general. Don José Acevedo y Gómez dijo entonces: «¡Pues que la asamblea se constituya en Cabildo Abierto, y que el Cabildo Extraordinario se vaya al diablo!». Y así se hizo.

Acto seguido, don José Acevedo y Gómez volvió a tomar la palabra y exigió, en nombre del pueblo, que se designara una Junta encargada de asumir el mando, y que cada uno de sus miembros debía ser aclamado por el pueblo. En ese momento llegó un mensajero diciendo: «Que el señor virrey manda decir que él se ofrece a ser el presidente del Cabildo». Esto produjo otro despelote de risas y carcajadas. Don Ignacio de Herrera le dijo al mensajero: «Vaya y dígale al señor virrey que ya es tarde».

A todas estas, yo me mantenía callado y serio observando los acontecimientos. A pesar de toda la euforia popular y de las expresiones de entusiasmo de mi papá y de todos los notables, yo estaba triste. José María Carbonell me preguntó: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿No te gusta ver el nacimiento de una Patria?». Yo le contesté: «Sí, me gusta, pero me da tristeza pensar en el señor Llorente. Él es una buena persona, y hoy lo hemos maltratado todos de la manera más horrible. Me da pena y vergüenza». Carbonell se quedó mirándome fijamente, con esos enormes ojos negros que tenía, y me dijo: «Tienes razón. Mañana iremos juntos a la cárcel y le llevaremos comida, ropa y algunos libros».

Fue así como supe que al pobre don José González Llorente lo habían metido en el calabozo después de apalearlo, insultarlo y ultrajarlo. Ya nunca más volvería a tener su tienda bien surtida, ni me acariciaría la cabeza cuando yo fuera a comprar tabacos para mi papá, ni saludaría a los vecinos con esa voz ronca y tranquila que tenía. Ya nunca más volveríamos a verlo en su peregrinación dominical a la iglesia, muy compuesto, con su mujer, su suegra y sus once cuñadas, sus hijos y sus sirvientes. Sentí un sabor amargo debajo de la lengua.

Y más detalles de ese día no les puedo dar, porque me fui para la casa. Después supe que se había formado la Junta, que se había obligado a los militares a jurar obediencia al nuevo gobierno, que el virrey Amar había tenido que ceder a todas las exigencias de los patriotas, que se había dado libertad al canónigo Rosillo, quien desde hacía meses estaba preso por conspirador, y que cuando los miembros de la Junta fueron a visitar al señor Amar al palacio virreinal, se le dio orden a la guardia de presentar las armas «ante el pueblo soberano». Yo lamenté no haber visto eso personalmente, porque esa vez, el 21 de julio de 1810 por la mañanita, fue la primera ocasión en la historia de Colombia que se usó la expresión «el pueblo soberano» de manera pública, abierta y oficial. Parece también que ha sido la única vez que se respetó el significado de esa expresión. Pero esa es otra historia.

Solamente les quiero contar, para terminar con este relato, que algunos meses más tarde salió del calabozo donde los criollos lo habían encerrado, aturdido, humillado y desconcertado, don José González Llorente. Se fue para La Habana, en compañía de sus trece mujeres sollozantes y de tres sirvientes y un perro, y desde allí mandaba a veces cartas preguntando por qué lo habíamos tratado tan mal. Nadie le contestó nunca y no se le volvió a ver por aquí.

Años más tarde visité en la cárcel a Caldas pocas horas antes de que lo fusilaran. «Ahora —me dijo— es el momento de usar la O larga y negra partida«. Y agregó: «Espero que hayas aprendido algo útil en estos años que hemos estado haciendo Patria». Yo le contesté, pensando en don José González Llorente, en sus trece mujeres, en su perro, en sus sirvientes y en sus hijos: «Si, he aprendido que para hacer una Patria nueva hay que cometer infamias».

Caldas sonrió amargamente y me dió un abrazo muy largo y apretado, y yo le dejé una lágrima rodando por la manga de su camisa desabrochada. No pudimos hablar más. Al amanecer lo fusilaron y le cortaron la cabeza.

Carlos Vidales © 1996
Revisado en julio de 2014

 

 

Fuego en Avenue Brugmann

Incendio matinal, Bruselas. Dibujo de Carlos Vidales a partir de una foto de Nicola F.

Incendio matinal, Bruselas. Dibujo de Carlos Vidales a partir de una foto de Nicola F.

Crónica de Andrea Roca
sobre una mañana de fuego
en su vecindario de Bruselas.

Así nos despertó Bruselas esta mañana: fuego, hollín y el llamado de los bomberos.

Nicola me saca del sueño bruscamente: ¡corre, se está quemando el edificio! En ese mismo momento llama la policía al citófono. Corrimos en pijama ocho pisos abajo mientras subían agentes y bomberos. Alcancé a agarrar mi chaqueta de blue jean y el pasaporte. Nada más; no sin dejar de pensar escalas abajo en que hubiera podido salvar la foto de mi mamá, los libros con las dedicatorias más bellas de mi padre y los aretes de cuando era niña con esas dos pequeñas esmeraldas. Siempre se dice que se puede perder todo en un segundo, pero cuando el segundo está a un segundo, nada importa aparte la vida, que es lo que de verdad nadie nos repone.

Salimos a la calle y nos hacen alejarnos señalándonos el andén de enfrente. Íbamos llegando uno a uno, en pareja o con niños, todos los vecinos -incluso algunos que nunca había visto en estos años-. Los policías seguían adentro llamando a las puertas de los más ancianos, lentos, sordos o solitarios.

Y ahí estábamos, fuera, en la Avenue Brugmann, viendo cómo el primer piso del edifico pegado al nuestro ardía y ennegrecía. Llegó la ambulancia, refuerzos que en total sumaban tres carros de bomberos con grúa y patrullas. Entraron por encima unos, por debajo los otros. Las llamas, dice Nicola que las vio bien del otro costado de la casa, eran gigantescas. Intentaban evitar que se pasara el fuego para nuestro lado y apagar el ya furioso conato de infierno donde comenzó todo.

En levantadoras, pantuflas, descalzos, en tennis, en chanclas playeras como yo, con marcas de almohada en las caras, con morrales y otros sin nada como nosotros; todos allí esperando ver extinguir las llamas: – La vecina que saluda según las fases de la luna con su marido para quien no existimos, llenos de una nerviosa cordialidad. Nuestros queridos amigos Italo-españoles con sus niños, siempre cálidos y sonrientes. La italiana a la que nunca había podido ver y que ya me parecía un fantasma. La señora del piso de abajo con su marido un poco perdido en su burbuja de vejez y pensamientos, pero amables y educados. Los esposos fumadores empedernidos del primer piso cuya nube de alquitrán perfuma los ascensores y la entrada principal. El joven de la puerta del lado con su novia y que nunca salieron -asumimos que estaban de vacaciones-. El matrimonio gay y los dos chicos nuevos también pareja, apenas llegados ayer y cuya primer noche en este edificio les da la bienvenida tan calurosamente que les ofreció un incendio. La rubia con el hijo que desconocía, el señor que siempre agacha la cabeza para simular que está ocupado y no saludar mientras su hijo adolescente dice bonjour tímidamente y…¿y la señora elegante y dulce que he visto solo dos veces en tres años? ¿Dónde estaba la señora dulce y elegante? No aparecía por ningún lado hasta que se asomó a su ventana y todos la vimos abrir la cortina como recién levantada curioseando seguramente atraída por las luces de las patrullas. ¡Venga, venga!, con señales de manos decíamos. Tal vez es sorda y no tenía el aparato -pensé, tal vez toma pastillas para dormir -anota mi vecina Beatriz, a esa edad…enfatiza.

Estábamos allí. Separados. En un lado los del edificio en riesgo y del otro, los del edificio en llamas. A Hugo el hijo de mis vecinos un policía lo cubrió con su chaqueta repleta de insignias: Police – Politie. Pertenecía a un agente de apellido flamenco, Van…bla, bla, blá. Hugo no creía en nadie vestido de policía. Parecía ET cuando lo disfrazaron de señora en Halloween.

Durante la espera curiosos belgas, muy discretos, preguntaban qué había pasado. Otros tomaban fotografías y los que tenían afán de llegar al trabajo se desviaban o caminaban a otras paradas del tranvía 92 que para justo en frente de casa y que por obvias razones su paso había sido bloqueado.

Después de presenciar las operaciones de los bomberos por un buen rato, ya cuando sabíamos que víctimas no había y que el fuego estaba controlado; llega un hombre rubio, bien peinado, delgado, con un pantalón mostaza de correa ajustadísima casi a la mitad del tronco que sin siquiera mirar se disponía a entrar a su trabajo. Sí, el apartamento donde todo comenzó era suyo. Su negocio, la que era su oficina, se había quemado totalmente.

Fue parado por el policía a cargo y en ese mismo momento, no digo que palideció porque ya era bastante más blanco que un pálido, pero los ojos desorbitados y el temblor nos mostró a nosotros espectadores y protagonistas también, el desconsuelo y la impotencia en la cara de otro. Quise acercarme a darle una palabra de aliento, incluso en mi país tal vez lo hubiera abrazado o le hubiera tocado su espalda, pero no lo hice porque su estoicismo me cortó y en estos países uno no termina por saber bien cuándo decir qué sin que no sea tomado como invasión. Callé entonces y le deseé cosas buenas, como por ejemplo: que estén bien de salud en su familia, que las deudas no lo estén ahorcando, que tenga quien lo ame o que el seguro le cubra todo. Eso, sobre todo, esta última cosa.

Nos autorizan entonces a entrar de nuevo en nuestras casas. Casi nadie tomó el ascensor. Todo olía a cuero quemado. A medida en que la gente llegaba a su piso, nos íbamos despidiendo y deseando con una sonrisa de serenidad recobrada, un mejor día. Eso y de esa manera me ha pasado poco en este país. Hoy, en este bâtiment vivimos la misma mañana. Triste decirlo así, pero hay tragedias que humanizan. No sé si algo como esto volverá a ocurrir. Sólo sé que hoy todos quisimos de verdad lo mejor para el otro, en este edificio en la Avenue Brugmann del barrio Ixelles.

Andrea Roca
Bruselas, 14 de junio de 2014

Acompáñame a estar solo

Carnaval de Río

Carnaval de Río – Brasil

Publicado originalmente en sueco bajo el título Ensamma är vi alltid tillsammans (Solos estamos siempre juntos), en el diario Svenska Dagbladet, el 18 de octubre de 1997. Dicha versión sueca puede leerse en La Rana Dorada. He preferido realizar una traducción casi literal de esta crónica en lugar de escribirla de nuevo en castellano. CV.

Vivir la soledad es, presumiblemente, un placer para la mayoría de las personas en esta galaxia. De otro modo no estaríamos tan frenéticamente ocupados en establecer límites, legislar sobre prohibiciones, aplicar reglas restrictivas y cerrar puertas.

Por todas partes se ven signos y señales que advierten sobre la humana nostalgia de la soledad.

Esta pulsión, común a todo el género humano, es tan poderosa que algunos quieren estar completamente solos en la soledad.

Octavio Paz escribió hace más de medio siglo un luminoso ensayo con el título El laberinto de la soledad, en un intento de descubrir los rasgos característicos de los mexicanos. Y aunque no lo afirmó categóricamente, los lectores tienen la impresión de que los mexicanos, solamente los mexicanos, son seres solitarios por naturaleza.

Pero en ese punto está equivocado.

El poeta peruano César Vallejo consiguió, a fines de la década de 1930, construir una formulación que incluye tanto la soledad universal, íntima, individual, como la variación cultural que esta humana angustia puede manifestar: «… subes a acompañarme a estar solo…«

Ven, amigo, ayúdame a etar solo. Ven para que podamos estar solos juntos.

Y el chileno Pablo Neruda reconoció abiertamente en su Canto General, algo que muchos latinoamericanos intentan mantener en secreto, eso que Octavio Paz ve solamente en los mexicanos: «… en la soledad más espesa, la de la noche de fiesta…«

Naturalmente. ¿Por qué habríamos nosotros, los latinoamericanos, de hacer fiestas, si no fuera para poder estar solos?

Nos reunimos en grandes cantidades, gentes de todos los colores, edades y tamaños, bailamos y bebemos, gritamos, volvemos a bailar, cantamos y reímos y bebemos más y nos hacemos bromas los unos a los otros. Con la máscara siempre puesta. Y bebemos un poco más. En el más íntimo círculo del alma, bajo la protección de la ruidosa muchedumbre multicolor, está cada individuo para sí solo y continúa tranquila y gozosamente su eterno diálogo consigo mismo.

La locura del carnaval constituye un ambiente apropiado para la soledad latinoamericana. Hemos desarrollado el viejo carnaval medieval, que era tal vez un grito desesperado de protesta contra el hacinamiento de la pobreza, hasta convertirlo en una representación colectiva en la que cada cual juega un papel en una parodia sobre la tormentosa historia y convivencia de todos. Soldados romanos, fenicios codiciosos y fastuosos, negros que danzan e improvisan música con las simples herramientas del trabajo esclavo en lugar de verdaderos instrumentos musicales, inquisidores, falsos reyes, caballeros cruzados, gordos cardenales, mujeres de fantasía, «indios» de toda clase, momias, alegres esqueletos.

Todos esos disfraces y máscaras nos recuerdan nuestros antepasados, hermanos y primos: asiáticos de Mongolia, chinos, celtas, fenicios, romanos, judíos, antiguos y modernos germanos, árabes de África del norte, esclavos de Guinea, Congo o Dahomey, caníbales caribeños, piratas medievales de todos los colores, polacos, turcos, libaneses, italianos, gitanos, en fin, todos los tipos humanos de todos los continentes, que no solamente han llegado a nuestros países durante los últimos 60.000 años, sino también se han mezclado unos con otros con innegable entusiasmo.

Nuestra soledad se alimenta en la fuente de una multicultural nostalgia de las muchas tierras que nuestros antepasados tuvieron que dejar cuando acudieron al Mundo Nuevo para crear este carnaval de apariencia caótica que llamamos «la sociedad latinoamericana». La sociedad del mestizaje. Esta es precisamente la multiplicidad que nos embarga cuando estamos solos o, mejor dicho, cuando estamos «con nosotros mismos».

Porque la soledad es una compañía, es la confrontación del individuo consigo mismo, un diálogo entre la criatura humana y su alma, entre el ser individual y su universo interior.

Existen otras naciones, más exóticas, donde las gentes procuran aislarse por completo para administrar su soledad. Trabajan duramente y gastan mucho dinero y recursos para lograr su objetivo: una roca solitaria cerca del Ártico, con bella vista sobre el mar y el bosque bajo el cielo profundamente azul.

Debe reinar un absoluto silencio, porque el silencio es el esposo de la soledad en la mitología de estas criaturas. Cada individuo debe tener su propia roca muy lejos de las rocas de otros. Uno permanece sentado ahí, completamente solo, con el teléfono portátil apagado, hablando en silencio con su propia alma.

El español Miguel de Unamuno ha descrito magistralmente el carácter de este diálogo interior como una de las premisas fundamentales de la existencia. Cada cultura vive este diálogo de la soledad a su manera y en su forma. Criticar una u otra forma sería algo tonto. Si el humano nórdico necesita cien kilómetros cuadrados para estar a solas consigo mismo, pues que lo haga. Que cada cual atienda sus negocios a su gusto.

Nosotros, los latinoamericanos, empleamos a veces un truco muy astuto cuando queremos compañía en la soledad: nos reunimos en torno a una mesa en algún café y simulamos conversar los unos con los otros. Después de unos minutos de animada argumentación comenzamos a hablar simultáneamente, no los unos con los otros sino los unos encima de los otros. Nadie escucha y todos argumentan.

«¡Qué locos!», pensará seguramente la criatura nórdica que mire este espectáculo. Pero las apariencias engañan. Lo que ocurre en realidad es que cada uno habla con su propia alma y aprovecha la ocasión para tomar al mismo tiempo un café con los amigos. Genial, ¿no?

¿Y de qué trata el eterno diálogo interior?

Gertie Englund, egiptóloga de la Universidad de Uppsala, nos ofrece una parte importante de la respuesta. En su excelente libro Så tänkte de (Así pensaban ellos) podemos seguir la conversación de un hombre del antiguo Egipto con su alma. Un texto de hace 4.000 años describe la discusión. El hombre está cansado de la vida y desea la muerte. Él intenta convencer a su Ba (alma, otro yo) de que la muerte y el reino de los muertos es mejor para ambos. «El Ba es de otra opinión completamente diferente y sostiene que el hombre se hace representaciones sentimentales y erróneas sobre lo que la muerte significa».

El Ba argumenta: «Eres un humano y vives. Pero, ¿de qué te sirve? Escúchame, escuchar es bueno para los humanos. ¡Sé feliz y alegre y olvida las preocupaciones!»

El hombre insiste. Él quiere hablar sobre la muerte, sobre el otro lado de la vida, sobre la vida después de la vida. El Ba intenta explicar que uno no debe hacer preguntas sobre problemas que todavía no existen, que «uno no debe pedir una comida antes de tiempo sino cuando es hora de comer». El hombre se empecina y habla sobre una materia de la cual ni él ni el Ba tienen experiencia alguna. El Ba exige que ambos permanezcan en el reino de la vida y sus problemas reales.

La conclusión de Gertie Englund es aleccionadora: «En esta antigua narración egipcia tenemos un testimonio sobre cómo el ser humano encuentra en su interior un interlocutor que es una parte de él mismo pero que no equivale a su yo conciente. Este interlocutor tiene otras ideas sobre cosas y casos, y sobre conductas apropiadas y formas de relación, de las que el individuo ha meditado. Es un aspecto de su propia alma que sale a su encuentro, algo que tiene su propia opinión acerca de lo que es la vida y de cómo se ha de vivir la vida».

Finalmente «subraya el Ba cuán importante es que los dos lados de la persona mantengan comunicación mutua».

Esto es precisamente lo que intentamos hacer, una y otra vez, y por eso queremos vivir nuestra amada soledad, independientemente de si nuestra roca está en la vecindad del Ártico o en medio de un estruendoso carnaval.

Carlos Vidales
Estocolmo, 5 de julio de 2014

 

Las crónicas poéticas de Stephen Crane

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Stephen Crane vivió solamente 29 años. Nació en Newark, New Jersey, en 1871 y murió en 1900. Fue el menor de catorce hermanos. Escribió su primera novela en dos días. Tanto su padre como su madre fueron escritores y entre sus antepasados abundaron los soldados y los clérigos. Quienes han estudiado su obra concuerdan en que ella refleja las influencias familiares, en su tema obsesivo, el conflicto y la guerra; en su compasión estoica, casi mística; y en su tono bíblico. Crane escribió narraciones, ensayos y novelas. Su extraordinaria y corta carrera literaria comenzó a los veinte años de edad, cuando salió de la Universidad de Syracuse y produjo su primera novela, con el titulo de ‘Maggie: A Girl of the Streets’, en solamente dos días de trabajo febril. Más tarde publicó varias obras más, entre las que destacan dos libros de poemas, ‘The Black Riders and Other Lines’ (1895) y ‘War is Kind’ (1899).

Crane fue tan buen narrador, que durante mucho tiempo no se consideró su poesía digna de mayor atención. Vivió algún período en Inglaterra, y allí alternó con genios de la talla de Henry James, Conrad y H.G. Wells. Un notable crítico llegó a compararlo con James Joyce por su vigor como narrador de ficción.

Solamente a mediados del siglo XX comenzó a valorarse la prodigiosa poesía de Crane, que aparte de las influencias ya anotadas revela una poderosa vena periodística (él mismo trabajó como ‘reportero’ en Nueva York y lo hizo con singular brillo). Pero además, una lectura atenta de sus poemas muestra dos vertientes líricas que confluyen: la de Walt Whitman y la de Omar Khayyam. De la pluma de Crane fluye una fuerte y concisa poesía de la ciudad, del mundo moderno, de los problemas de la muchedumbre, sobre el trasfondo de las eternas preguntas esenciales del hombre y sus dilemas éticos. Hay un breve poema de Crane que es hermano gemelo de otro de Khayyam. Es este:

Tu dices que eres santo,
y eso
porque no te he visto pecar.
Ay, pero existen aquellos
que te ven pecar, amigo mío.

Compárese con el de Khayyam, que ya he publicado anteriormente, y que dice así:

Un religioso dijo a una ramera: ‘Estas ebria,
atrapada a cada momento en una nueva trampa’
Ella respondió: ‘Oh, Señor, yo soy lo que tú dices,
y tú, ¿eres lo que aparentas?’

Ahora bien, nosotros, los latinoamericanos, deberíamos leer más poesía norteamericana, especialmente aquella que nació y creció con el siglo XX. Porque además de encerrar la sabiduría rebelde que nace en los callejones de las grandes ciudades, esa poesía nos enseña a acercarnos al alma ruda y sincera de un pueblo de trabajadores, inmigrantes y pioneros, que se enfrenta al inmenso poder acumulado por la gran metrópoli. Esa poesía nos enseña también a producir hermosas flores sin más materia que el cemento, y ternura sin más elementos que el paria miserable y la sombría callejuela del suburbio. Stephen Crane es, en esta obra de creación mágica, uno de los grandes brujos de la moderna poesía norteamericana.

Aquí les ofrezco, por eso, tres breves joyas de este poeta excepcional.

Muchos demonios rojos

Muchos demonios rojos cayeron rodando de mi corazón
sobre la página.
Eran tan diminutos
que la pluma los pudo hacer papilla.
Y muchos forcejeaban en la tinta.
Era extraño
escribir en este rojo amasijo pegajoso
de cosas salidas de mi corazón.

Un periódico

Un periódico es una colección de injusticias a medias
que, voceada por muchachos milla tras milla,
difunde su curiosa opinión
ante un millón de hombres compasivos y burlones,
mientras las familias abrazan los goces del hogar
cuando las estimula una noticia de horrenda agonía solitaria.
Un periódico es un tribunal
donde cada uno es procesado de modo amable e injusto
por una mezquindad de hombres honestos.
Un periódico es un mercado
donde la sabiduría vende su libertad
y los melones son coronados por la multitud.
Un periódico es un juego
en que el jugador logra la victoria gracias a su error,
mientras que otro, por su destreza, recibe la muerte.
Un periódico es un símbolo:
es la crónica casquivana de la vida,
una colección de chismes vulgares
que concentran eternas estupideces,
de esas que en épocas remotas vivían ininterrumpidamente
vagando a través de un mundo sin cercas ni barreras.

Un hombre con una lengua de madera

Había un hombre con una lengua de madera
que intentaba cantar,
y en verdad eso era lamentable.
Pero hubo uno que oyó
el claqueo de esa lengua de madera
y supo que el hombre
quería cantar.
Y con esto el cantante se sintió feliz.

(La traducción es mía.
No conozco otras versiones en español de este poeta.
Recientemente se ha publicado una traducción de
‘The Black Riders and Other Lines’, realizada por Nicolás Suescún
(Casa de Poesía Silva, Bogotá, 2001; Hiperión, Madrid, 2006).
Desgraciadamente no he tenido oportunidad de consultarla.
Carlos Vidales.)