El día que le pegamos a Llorente (20 de julio de 1810)

Plaza Mayor de Santa Fe, Bogotá

La Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, escenario de los dramáticos sucesos que se narran en esta historia de floreros, reyertas y revoluciones patrióticas. Era, como siempre suele ocurrir, un día de mercado.

En estos días de violencia y efemérides no falta quien quiera recordar el 20 de julio como «el día de la independencia de Colombia». Falsedad, mentira, impostura, charlatanería. La independencia de Colombia se declaró otro día, otro mes y otro año. Y todavía no se cumple. En cambio, el 20 de julio de 1810 fue el día que le pegamos a un señor muy decente delante de toda su familia. Una vergüenza que hoy se festeja como gloria nacional. Aquí les cuento lo que ocurrió ese día, para que se hinchen de orgullo patriótico.

Me acuerdo muy bien: todos nos levantamos muy temprano ese día. Era viernes, y los mercachifles y marchantas del mercado semanal, en número mucho mayor que el acostumbrado, ocuparon sus puestos en la Plaza Mayor, que ahora le llaman «de Bolívar», con tal orden y disciplina que ya a las cuatro y media de la mañana estaba cada uno en su lugar, con sus achicorias, arracachas, coles y verdolagas dispuestas para el regateo. Había un silencio raro en el aire y se percibía una tensión general, como si todos supie­ran que algo muy gordo estaba a punto de suceder. Hasta los perros de los marchantes, con las narices mojadas por la niebla fría del amanecer, vigilaban anhelantes la esquina del Cabildo, las ventanas del Palacio del Virrey, la explanada del Colegio de San Bartolomé y la puerta de la Cárcel Mayor.

A las cinco en punto comenzó la misa en la Catedral, que a esa hora estaba ya repleta hasta los topes. Todos los adultos comulgaron, mirándose con recelo los unos a los otros. Los señores chapetones y sus familias, ocupando los bancos mas cercanos al altar, echaban de vez en cuando miradas de odio y desprecio a los criollos y sus familias, que se mantenían todos agrupados más atrás, muy dignos, en las bancadas cercanas a la puerta. El populacho, la plebe, la chusma, es decir el pueblo humilde, honrado y trabajador, oía la misa y se rascaba los piojos de pie, en las naves laterales, donde las imágenes de los santos milagrosos miraban al cielo con expresión de sufrimiento, agobiadas por el olor a ruana sudada, alpargata macerada y enjalma inmemorial.

Todos estaban nerviosos, aunque todos estaban estragados por el sueño y el cansancio. Nadie había dormido la noche anterior. En las casas de los criollos más notables se había permanecido en vela, y grupos de campesinos y arrieros «voluntarios» habían montado guardia en los portones y zaguanes, porque corría la voz de que los chapeto­nes planeaban asesinar a las diecinueve familias más importantes de la cachaquería. Circulaba una lista, supuestamente hecha por los españoles, en que constaban los nombres de los jefes de esas familias: el señor Emigdio Benítez Plata en primer lugar, don Camilo Torres en segundo, don José Acevedo y Gómez en tercero… A este plan siniestro se le había dado el nombre de «La Conspiración Infiesta», porque era precisamente el señor Infiesta, oidor de la Real Audiencia, quien había dicho en corrillo de amigos y compadres que era necesario eliminar a los criollos de más prestigio para garantizar el orden y la tranquilidad. El señor Infiesta pertenecía a esa clase de cretinos que creen posible tranquilizar al pueblo asesinándole su gente.

Los chapetones también estaban agotados, porque entre ellos había corrido el rumor de que esa noche los criollos iban a hacer una matanza general de españoles. Por eso, aunque se habían ido a dormir temprano, se les había pasado la noche revolcándose en la cama, intranquilos, tratando de creer en las palabras del oidor Hernández de Alba:

«Los americanos son como los perros sin dientes: ladran, pero no muerden».

Yo también estaba sin dormir, porque mi papá me había llevado a la casa del sabio Caldas, donde se hizo una reunión en la que participaron don Camilo Torres, don Frutos Joaquín Gutiérrez, don José Acevedo y Gómez, don Miguel Pombo, don Francisco Morales, y otros varios cachacos de lo más fino. Recuerdo que don Camilo Torres, muy elegante con su casaca de paño color carmelita y sus pantalones de lino blanco, se paseaba de un lado a otro y dos o tres veces se lamentó de la ausencia de don Antonio Nariño. Ya hacía dos meses que los malditos chapetones habían mandado a Nariño a Cartagena, con grilletes en las manos y en los pies, porque sospechaban que don Antonio estaba preparando un motín para disolver al Reino. Recuerdo también que a mí, por ser niño, me dieron agua de panela y unas galletas, y que ellos tomaron café con excepción del sabio Caldas, que prefería el «té de Bogotá», traído de la finca de Nariño.

A mí me gustaba mucho estar cerca de Caldas, porque parecía como un niño, con la casaca abierta y la camisa desabrochada, siempre dibujando mamarrachos y fórmulas incomprensibles en sus cuadernos de apuntes. Esa noche, mientras don Camilo Torres daba instrucciones severas a todos y explicaba que era necesario provocar un incidente violento con los chapetones, haciéndolos aparecer a ellos como culpables, porque, según decía, «para asegurar el éxito es necesario que la chispa incendiaria parta del vivac enemigo», Caldas dibujó en un pedazo de papel un óvalo cruzado por una raya, más o menos así

olarga

y me preguntó: «A ver, jovencito, ¿qué significa esto?» Yo examiné el enigma desde la altura de mis doce años y le contesté sin vacilar: «O larga y negra partida». El se echó a reír y me dijo: «Esa interpretación vale para cuando a uno lo van a fusilar: ¡Oh, larga y negra partida…! Por ahora la explicación es otra, y yo se la resumo diciendo que basta con partir un solo eslabón para que se rompa toda la cadena».

Don José Acevedo y Gómez, que oyó estas últimas palabras, comentó: «Eso es muy cierto. Y lo que necesitamos en este momento es saber cuál es el eslabón que conviene partir». Luego se llevó a mi papá a un rincón y le habló en voz baja. Los ví discutir unos instantes. Después de eso mi papá vino y me ordenó: «Vaya y acuéstese en la otra pieza. Duérmase, porque mañana tenemos mucho que hacer y yo lo voy a necesitar para que traiga y lleve recados». Yo le hice caso porque me di cuenta de que ellos querían discutir lo del eslabón sin que mis orejas pudieran oir. Mi papá era admirador de Rousseau y a mí me educaba según el método propuesto en el «Emilio», y por eso para mí era muy fácil obedecerle. Yo confiaba en él.

He contado todo esto para que ustedes entiendan que al amanecer del 20 de julio de 1810 todos los habitantes de Santafé estábamos trasnochados y nerviosos. Todos, excepto don José González Llorente y su familia. Ellos eran los únicos que habían dormido tranquilos, porque don José González Llorente era un pan de Dios que nunca se metía en chismes, jamás hablaba de política con nadie, y por lo tanto él y su familia eran los únicos en todo el virreinato que no sabían lo que estaba pasando. Don José González Llorente era chapetón, nacido en Cádiz, pero se había casado con una criolla, a la cual amaba y respetaba con veneración. Aparte de sus hijos y de su mujer, don José González Llorente mantenía en su casa a doce mujeres más: once hermanas de su esposa y la mamá de todas. Era, en consecuencia, un santo, y Dios lo debe tener en su gloria. Su generosidad era proverbial, su simpatía por los criollos evidente, su tienda estaba muy bien situada, a pocos metros de la Catedral, y bien surtida, con paños y manteles y vajillas y cristales y floreros. Yo lo quería, porque siempre me regalaba algún dulce y me acariciaba la cabeza cuando yo iba a recoger los tabacos para mi papá.

Apenas terminó la misa todo el mundo se desbandó para sus casas. Don José González Llorrente, sus hijos, su mujer, su suegra y sus once cuñadas, seguidos por cuatro sirvientas almidonadas y un criado adolescente, se fueron muy en fila, sin hablar con nadie y pensando solamente en Cristo y sus apóstoles, y se encerraron en su domicilio.

La niebla de la mañana se había disipado. En la Plaza Mayor el mercado hervía de susurros y cuchicheos, pero en toda la ciudad se alcanzaba a oir el ruido que hacían la cachaquería y la chapetonería, a unísono, sorbiendo en sus hogares el chocolate caliente, el caldo de pollo y el cuchuco suculento del almuerzo. Gente timorata, zanahoria y rinconera, los santafereños de lustre refocilaban el estómago después del extenuante esfuerzo de oir misa.

A las nueve de la mañana don José González Llorente abrió su tienda, situada en la Calle Real, ahí mismo donde está ahora la llamada «Casa del Florero«. En ese momento yo estaba en mi casa, a cuatro cuadras de allí, recibiendo la siguiente orden de mi papá:

— «Vaya donde el señor Llorente y observe la situación. Si ocurre alguna novedad, avísele a don José Acevedo y Gómez y después véngase a ver en qué lo necesito».

 Yo salí corriendo a cumplir el encargo, y llegué a mi puesto de observación en el preciso instante en que los hermanos Morales se dirigían al señor González Llorente con estas amables palabras:

— «Oiga usted, señor, venimos a que nos preste el florero bonito ese que tiene para adornar la sala en la que vamos a darle la recepción a don Antonio Villavicencio. Ya sabemos que usted es un chapetón recalcitrante y que nos odia a los criollos, pero suponemos que no será tan grosero como para faltar a las reglas de la hospitalidad. ¿No es así?»

El pobre don González Llorente se puso colorado, y tartamudeando de la sorpresa, contestó:

— «¿Pero de dónde sacan vuestras mercedes, señores míos, que yo odio a los criollos? ¿Y por qué me hablan vuestras mercedes en ese tono tan insultante? ¿Les he faltado yo en algo alguna vez, he sido desatento con vuestras mercedes o con vuestras honradas esposas o madres o hermanas? ¡Por supuesto que pueden vuestras mercedes disponer del florero, y de toda mi tienda, que a mí no me importa si el agasajado es criollo o chapetón!»

— «¡Ajá! —respondió el más joven de los Morales— ¡de manera que insulta a nuestras madres, y esposas, y hermanas! ¡De manera que dice que no le importan, que se caga en los criollos! ¡De manera que se niega a prestar el florero, solamente porque el agasajado es criollo! ¡Viejo cabrón, miserable, chapetón de mierda, ahora mismo vas a a ver cuánto valemos los criollos!»

La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.

La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.

El tumulto que se armó entonces fue tremendo. La gente se arremolinó, gritando contra el pobre señor González Llorente, y a mí me dió la impresión de que todos sabían exactamente cómo tenían que moverse y qué tenían que gritar. Todos, menos don José González Llorente, que estaba muy aturdido, muy azorado, muy sorprendido y muy achicopalado. En esto llegó don Francisco José de Caldas, con sus botas muy lustradas y su cuello de encaje, y una sonrisa maliciosa en la mitad de la cara, y saludó muy amablemente a don José González Llorente. Eso me pareció muy absurdo, y al comienzo no entendí por qué Caldas hacía eso. Era imposible que él no se hubiera dado cuenta del tumulto. Pero comprendí de qué se trataba cuando uno de los Morales le dijo:

— «Señor Caldas, es increíble que usted salude con amabilidad a este chapetón miserable, que ha insultado a los criollos, que ha dicho que se caga en todos nosotros, y que se ha negado del modo más vulgar y soez a cumplir con los deberes de la hospitalidad».

Caldas miró a los Morales, a la muchedumbre, a don José González Llorente que estaba congestionado por la sorpresa, la humillación y el espanto, y dijo con una tranquilidad brutal, amable y sonriente:

— «Pues si es verdad lo que vuestras mercedes me dicen, tengo que retirar el saludo que acabo de ofrecer».

Don Gónzalez Llorente pareció hundirse en el abismo de un colapso cardíaco. La multitud volvió a gritar, y yo salí corriendo de allí y me fuí a contarle todo a don José Acevedo y Gómez, como mi papá me había ordenado, y luego me dirigí a toda velocidad a la casa, a esperar instrucciones.

Mi papá se mostró muy satisfecho de mi prontitud y disciplina, y me dio un buen chocolate con colaciones. Estábamos en esas cuando llegó, muy agitado, nuestro pariente y amigo don José María Carbonell, diciendo que a don José González Llorente le habían dado una paliza fenomenal, y que la muchedumbre andaba cazando ahora a un oidor —no recuerdo su nombre—, y que ya era hora de poner en movimiento «la máquina popular«. Mii papá estuvo de acuerdo y me dijo: «Váyase ahorita mismo con José María, obedézcalo en todo, no se separe de él y pórtese bien. Ahora es usted un ciudadano y un patriota». Me miró a los ojos con mucho cariño y me dio una palmada en el hombro. Yo le besé las manos y me fui con Carbonell, que parecía un torbellino.

Nos trepamos por la Candelaria, hasta el barrio de Egipto, y Carbonell alborotó allí a más de dos mil personas que se bajaron hasta la Plaza Mayor con palos y picas y piedras y cuchillos. Después corrimos hasta San Victorino y de ahí trajimos a tres mil energúmenos dispuestos a desbaratar el Reino a patadas. Lo mismo hicimos en el barrio de Las Nieves. En suma, nos recorrimos en unas horas todos los huecos de Santafé donde había pobres y chusma, y a las seis de la tarde teníamos una muchedumbre enfurecida en la Plaza Mayor, varios oidores presos, los chapetones escondidos en los entretechos de sus casas y los criollos repartiendo órdenes, contraórdenes y desórdenes.

Lo demás ya lo conocen ustedes, porque fueron a la escuela y ahí les echaron el cuento completo. Sabrán, por lo tanto, que mientras José María Carbonell alborotaba a los artesanos, peones y obreros, don Francisco Morales, cumpliendo órdenes del doctor Azuero Plata, comunicaba al cuartel del Regimiento Auxiliar la noticia de los alborotos y lograba que el jefe de dicha fuerza, don José Moledo, se uniera con su batallón a las fuerzas patriotas. Entretanto, los criollos más notables se autodesignaron con el título de tribunos o portavoces del pueblo, y en nombre del pueblo enviaron emisarios al virrey con la petición de que permitiera realizar de inmediato un Cabildo Abierto. El virrey, señor Amar, terco y porfiado como un ladrillo gallego, se negó repetidas veces a conceder el permiso y al promediar la tarde, con torpe arrogancia, recibió al último de los comisionados, don Ignacio de Herrera, con la tajante expresión «¡Ya he dicho!» y luego le volvió la espalda de manera insultante.

Yo estaba ya de regreso en mi casa cuando llegó allí un mensajero con el cuento de lo que había dicho el virrey. Mi papá, alarmado, comentó: «Eso quiere decir que el señor Amar se propone aplastarnos a sangre y fuego». Pero a los cinco minutos llegó otro mensajero con la información de que don Juan Sámano le había pedido autorización al virrey para sacar las tropas regulares a la calle a fin de restablecer el orden a balazos, y que el virrey le había negado ese permiso y en cambio le había ordenado mantenerse quieto en su cuartel. Al oír esta noticia, mi papá se quedó como atontado y uno de los criollos presentes, no recuerdo cuál de ellos, dijo con una sonrisa: «Eso quiere decir que el señor Amar es bobo de remate, y que ahora podemos hacer lo que se nos dé la gana».

Dicho y hecho. Los miembros del Cabildo y los notables criollos decidieron realizar el Cabildo Abierto sin la licencia del virrey y comenzaron a enviar las citaciones, a convocar a la muchedumbre que recorría las calles, enardecida y furibunda, y a organizar los piquetes de vigilantes y activistas. A las cinco de la tarde, una horda de lagartos, aduladores, tinterillos, chismosos, oportunistas y sapos de todos los colores, llegaron donde el señor virrey a contarle que los criollos iban a pasar por encima de su autoridad. El señor virrey dijo entonces:

«He dicho que no habrá cabildo sin mi permiso. Si son tan subversivos que se atreven a hacerlo, entonces les doy permiso para que hagan Cabildo Extraordinario».

Cuando la muchedumbre alborotada oyó esto, la carcajada fue inmensa y toda la revolución estuvo a punto de fracasar, porque la gente se desmayaba de la risa. La seriedad revolucionaria se restableció cuando don José Acevedo y Gómez se trepó a un balcón y gritó con todas sus fuerzas:

— ¡Esta vaina no es una fiesta, carajo! ¡Con semejante indisciplina es imposible organizar el desorden! ¡Si dejamos pasar este momento de verraquera, si no aprovechamos la papaya que nos están dando, antes de doce horas los chapetones nos van a hacer comer mierda a todos juntos!

Esta es la frase inmortal que, por respeto a las señoras, las señoritas y los niños, la historia oficial ha registrado así:

— ¡Si perdéis este momento de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes!

Sea como fuere, el pueblo quedó tan impresionado con la vibrante elocuencia de don José Acevedo y Gómez, que desde ese mismo momento lo bautizó con el apodo de El Tribuno del Pueblo.

A las seis de la tarde una inmensa multitud llenaba la Plaza Mayor y todas las calles adyacentes. Todas las campanas tocaban a rebato. La guardia de la cárcel intentó hacer una salida contra el pueblo, pero fue desarmada y bombardeada con piedras, tomates, verduras, huevos podridos, escupitajos y toda clase de insultos por las gloriosas masas revolucionarias que con abnegación y heroísmo dieron así una prueba suprema de patriotismo inmortal. Los pobres guardias, molidos a palo y cubiertos de saliva proletaria, fueron encerrados en la misma cárcel que debían guardar.

A las seis y cuarto, más o menos, comenzó a sesionar el Cabildo Extraordinario, como decía el ridículo permiso del virrey. Yo estaba en la plaza, al lado de mi papá y de José María Carbonell, y ví que éste último hacía una seña a un vecino notable, quien de inmediato pidió la palabra y propuso que se eligiera por aclamación a don José Acevedo y Gómez como Tribuno del Pueblo. Así se hizo, con ruidosa aprobación de la muchedumbre. Alguien señaló entonces que la muchedumbre no podía votar porque el Cabildo era Extraordinario y no Abierto, y por lo tanto no era permitida la votación general. Don José Acevedo y Gómez dijo entonces: «¡Pues que la asamblea se constituya en Cabildo Abierto, y que el Cabildo Extraordinario se vaya al diablo!». Y así se hizo.

Acto seguido, don José Acevedo y Gómez volvió a tomar la palabra y exigió, en nombre del pueblo, que se designara una Junta encargada de asumir el mando, y que cada uno de sus miembros debía ser aclamado por el pueblo. En ese momento llegó un mensajero diciendo: «Que el señor virrey manda decir que él se ofrece a ser el presidente del Cabildo». Esto produjo otro despelote de risas y carcajadas. Don Ignacio de Herrera le dijo al mensajero: «Vaya y dígale al señor virrey que ya es tarde».

A todas estas, yo me mantenía callado y serio observando los acontecimientos. A pesar de toda la euforia popular y de las expresiones de entusiasmo de mi papá y de todos los notables, yo estaba triste. José María Carbonell me preguntó: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿No te gusta ver el nacimiento de una Patria?». Yo le contesté: «Sí, me gusta, pero me da tristeza pensar en el señor Llorente. Él es una buena persona, y hoy lo hemos maltratado todos de la manera más horrible. Me da pena y vergüenza». Carbonell se quedó mirándome fijamente, con esos enormes ojos negros que tenía, y me dijo: «Tienes razón. Mañana iremos juntos a la cárcel y le llevaremos comida, ropa y algunos libros».

Fue así como supe que al pobre don José González Llorente lo habían metido en el calabozo después de apalearlo, insultarlo y ultrajarlo. Ya nunca más volvería a tener su tienda bien surtida, ni me acariciaría la cabeza cuando yo fuera a comprar tabacos para mi papá, ni saludaría a los vecinos con esa voz ronca y tranquila que tenía. Ya nunca más volveríamos a verlo en su peregrinación dominical a la iglesia, muy compuesto, con su mujer, su suegra y sus once cuñadas, sus hijos y sus sirvientes. Sentí un sabor amargo debajo de la lengua.

Y más detalles de ese día no les puedo dar, porque me fui para la casa. Después supe que se había formado la Junta, que se había obligado a los militares a jurar obediencia al nuevo gobierno, que el virrey Amar había tenido que ceder a todas las exigencias de los patriotas, que se había dado libertad al canónigo Rosillo, quien desde hacía meses estaba preso por conspirador, y que cuando los miembros de la Junta fueron a visitar al señor Amar al palacio virreinal, se le dio orden a la guardia de presentar las armas «ante el pueblo soberano». Yo lamenté no haber visto eso personalmente, porque esa vez, el 21 de julio de 1810 por la mañanita, fue la primera ocasión en la historia de Colombia que se usó la expresión «el pueblo soberano» de manera pública, abierta y oficial. Parece también que ha sido la única vez que se respetó el significado de esa expresión. Pero esa es otra historia.

Solamente les quiero contar, para terminar con este relato, que algunos meses más tarde salió del calabozo donde los criollos lo habían encerrado, aturdido, humillado y desconcertado, don José González Llorente. Se fue para La Habana, en compañía de sus trece mujeres sollozantes y de tres sirvientes y un perro, y desde allí mandaba a veces cartas preguntando por qué lo habíamos tratado tan mal. Nadie le contestó nunca y no se le volvió a ver por aquí.

Años más tarde visité en la cárcel a Caldas pocas horas antes de que lo fusilaran. «Ahora —me dijo— es el momento de usar la O larga y negra partida«. Y agregó: «Espero que hayas aprendido algo útil en estos años que hemos estado haciendo Patria». Yo le contesté, pensando en don José González Llorente, en sus trece mujeres, en su perro, en sus sirvientes y en sus hijos: «Si, he aprendido que para hacer una Patria nueva hay que cometer infamias».

Caldas sonrió amargamente y me dió un abrazo muy largo y apretado, y yo le dejé una lágrima rodando por la manga de su camisa desabrochada. No pudimos hablar más. Al amanecer lo fusilaron y le cortaron la cabeza.

Carlos Vidales © 1996
Revisado en julio de 2014

 

 

30 de febrero en Suecia

Calendario sueco, 1712

Calendario sueco, 1712

På svenska och spanska. En sueco y castellano.

I Sverige (som då även inkluderade nuvarande Finland) planerade man att övergå från den julianska kalendern till den gregorianska, genom att med början år 1700 ta bort skottdagarna under de följande 40 åren. Den julianska kalendern gick från och med år 1700 nämligen elva dagar efter den gregorianska, så genom att ta bort en dag vart fjärde år vid elva tillfällen (1700, 1704, 1708, 1712, 1716, 1720, 1724, 1728, 1732, 1736 och 1740) tänkte man sig en så mjuk och smärtfri övergång till den nya kalendern som möjligt. Kalenderreformen inleddes alltså år 1700, genom att 29 februari togs bort ur den svenska almanackan. Ungefär vid samma tid utbröt dock det stora nordiska kriget, vilket ledde till att kalenderreformen glömdes bort och 1704 och 1708 hade man skottdagar som vanligt. Detta ledde till, att Sverige i början av 1700-talet hade en egen kalender, som gick en dag före den julianska och tio dagar efter den gregorianska. Detta innebar bland annat att slaget vid Poltava 1709 utkämpades den 28 juni enligt svenska kalendern, men 27 juni enligt den julianska och 8 juli enligt den gregorianska.

Så småningom bestämde dåvarande svenske kungen Karl XII att det var för krångligt med en egen kalender och 1712 återgick Sverige till den julianska kalendern genom att detta år ha två skottdagar, vilket innebar, att 29 februari alltså följdes av 30 februari. Detta datum motsvarades alltså av den 29 februari i den julianska kalendern och den 11 mars i den gregorianska. Från och med dagen därpå var den svenska kalendern därmed i fas med den julianska (1 mars i dem båda, vilket motsvarade 12 mars i den gregorianska).

Den svenska övergången till den gregorianska kalendern genomfördes slutgiltigt 1753, då man strök de sista elva dagarna i februari, så att 17 februari det året följdes direkt av 1 mars.[1] Denna metod hade Danmark-Norge använt sig av, när de övergick till den gregorianska år 1700. (Tomado de Wikipedia)

Mi traducción:

En Suecia (que entonces incluía a la actual Finlandia) se planeó una transición paulatina de 40 años a partir del año 1700, para remplazar el calendario juliano por el gregoriano. Desde 1700, el calendario juliano estaría once días detrás del gregoriano, y se pensó entonces que se podría lograr una transición lo más suavemente posible, eliminando un día cada cuatro años, en once ocasiones (1700, 1704, 1708, 1712, 1716, 1720, 1724, 1728, 1732, 1736 y 1740). Casi al mismo tiempo, sin embargo, estalló la Gran Guerra del Norte, lo que condujo a que la reforma del calendario cayera en el olvido y tanto 1704 como 1708 fueron años bisiestos como había sido la anterior costumbre. Consecuentemente, Suecia tuvo en los comienzos del siglo XVIII su calendario propio, que iba un día antes del juliano y diez días después del gregoriano. Entre otras cosas, esto significó que la batalla de Poltava se libró el 28 de junio de 1709 según el calendario sueco, pero el 27 de junio según el juliano y el 8 de julio según el gregoriano. Finalmente, el entonces rey Carlos XII decidió que un calendario propio era algo demasiado complicado y en 1712 regresó Suecia al calendario juliano mediante el ajuste de agregar dos días ese año. Esto implicó que, además del 29 de febrero, Suecia tendría un 30 de febrero en 1712. Así, esta fecha se correspondía con el 29 de febrero en el calendario juliano y con el 11 de marzo en el gregoriano. Con esto, a partir del día siguiente estaría acorde con el calendario juliano (1 de marzo en ambos, lo que correspondía al 12 de marzo en el gregoriano).

La transición sueca al calendario gregoriano se realizó definitivamente en 1753, año en el cual se suprimieron los últimos once días de febrero, de modo que, ese año, el día siguiente del 17 de febrero fue el 1° de marzo. Este método había sido empleado por Dinamarca-Noruega cuando realizaron su transición en 1700.

El Padre, la Espada y el Poder

Ensayo sobre la construcción de la imagen paterna del líder en la historia y en la política. El carisma y la relación carismática entre el líder y su pueblo. Reflexiones sobre el culto a Bolívar. Escrito en 1983 pero creo que ahora tiene más vigencia que entonces. Los lectores dirán.

La Expedición de Miranda en 1806

La expedición de Francisco Miranda en 1806 (en castellano, con documentos en inglés). Material documental para estudiantes. Realizado originalmente para diplomáticos de diversas naciones. Ampliado, revisado y corregido de la versión original en inglés. (Estocolmo, 2010). Revisado en marzo de 2013.

El ruego del Inca Garcilaso: asumir el mestizaje

0072inca(En memoria de Guillermo Cano)

Como si hubiera querido partir de este mundo en compañía de Miguel de Cervantes –muerto el día anterior en Madrid–, el 24 de abril de 1616 dejaba de existir en Córdoba, a los setenta y siete años de edad, el mestizo peruano Gómez Suárez de Figueroa, hijo del conquistador español Sebastián Garcilaso de la Vega y de la Ñusta (princesa) cuzqueña Isabel Chimpu Ocllo. Pariente, por la rama paterna, de dos grandes glorias de las letras españolas –Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega– y, por la rama materna, bisnieto del décimo emperador de los incas, Túpac Inca Yupanqui y sobrino nieto de Huayna Cápac, Gómez Suárez de Figueroa había adoptado desde su temprana juventud el nombre de Inca Garcilaso de la Vega, resaltando así su condición de mestizo singular. En él se unían, en turbulenta síntesis, lo mejor de la cultura de los conquistadores y lo mejor de la cultura indígena peruana.

No truncó la muerte la obra del Inca Garcilaso. La segunda parte de sus Comentarios Reales había sido terminada ya en diciembre de 1612, contaba con las aprobaciones necesarias para su edición en enero de 1614 y, por fin, siete meses después del fallecimiento de su autor salió de las imprentas de Córdoba esta obra que un historiador ha llamado «la más grande y honda de las historias del Perú».

El Inca Garcilaso había nacido en el Cuzco. Reconocía como lengua «mía natural» el quechua y confesaba que «ni de escuelas pude en la puericia adquirir más que un indio nacido en medio del fuego y furor de las cruelísimas guerras civiles de su patria, entre armas y caballos, y criado en el ejercicio dellos, porque en ella no había entonces otra cosa».

Creciendo y educándose en el fragor de la conquista, no tuvo siquiera el derecho de ser considerado legítimo porque su padre hubo de casarse con una española para defender la posesión de su encomienda. Se fue a España a los veintiún años para no regresar jamás a la tierra nativa porque el propio Rey se lo habría de prohibir. Combatió en Italia bajo las órdenes de don Juan de Austria y se ganó en los campos de batalla el grado de Capitán a los veinticinco años de edad. Se retiró de las armas a los treinta para meditar y escribir y luego, ya maduro, tradujo del italiano al español los Diálogos del Amor, que fueron censurados y recogidos por la Inquisición. Publicó La Florida del Inca, crónica sorprendente sobre los hechos del Adelantado Hernando de Soto en la Florida y dio cima a su obra con el prodigioso y febril testimonio de los Comentarios Reales de los Incas, cuya grandeza y hondura provienen del hecho de haber sido escritos por un mestizo natural que había adquirido conciencia plena del mestizaje. «El mestizo natural ha vencido al criollo artificial, europeizado«, diría tres siglos más tarde José Martí.

La conciencia del mestizaje

En efecto, al valorar el mérito de sus propios escritos, el Inca Garcilaso advertía tanto a los indios como a los españoles que «cada uno dellos lo ha de tomar por suyo propio porque de ambas naciones tengo prendas que los obligan a participar de mis bienes y males«. Confesión orgullosa y anticipo feliz de las palabras con que, trescientos cincuenta años más tarde otro peruano genial, José María Arguedas, habría de resumir su propia vida:

…hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea, que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua...

Garcilaso había dicho:

A los hijos de español y de india o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en indias, y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena  me honro con él.

Declaración más que sorprendente, revolucionaria, si se tiene en cuenta que el ser llamado mestizo era en aquella época tomado «por menosprecio», según confesaba el propio Garcilaso y que desde la primera hora de la conquista los mestizos fueron sometidos a un régimen discriminatorio y considerados por la costumbre y por la ley escrita como miembros de una casta inferior. Forzoso era entonces concluir –como lo es ahora– que la «significación» a que Garcilaso se refería como motivo de orgullo no podía ser otra cosa que la significación histórica del mestizaje o, dicho de otro modo, el porvenir que él preveía –y que, como veremos, insinuó con toda la prudencia que exigía el ojo vigilante de la Santa Inquisición– para esta síntesis racial y cultural, síntesis violenta y sangrienta, coercitiva y brutal, atormentada y revuelta, en la que estaba contenido el germen de una nueva cultura y sembrada la semilla de un mundo nuevo.

¿Hasta qué punto asumía Garcilaso el proceso del mestizaje? Para él, las terribles contiendas de la conquista eran «guerras civiles», puesto que se trataba de conflictos entre nuestros propios padres indios y españoles. Hijo carnal del gigantesco juego de contradicciones entablado entre la nación de los conquistadores y la nación de los conquistados, el mestizo Garcilaso reconocía su propia patria, no en la nación invasora, no en la nación invadida, sino en la síntesis que resultaba de esta violenta colisión histórica. ¡Guerras »civiles», las guerras de nuestra conquista! Idea original y perturbadora, que todavía hoy espera su desarrollo pleno, porque «nuestra» historia ha sido escrita por mestizos vergonzantes, hijos de «criollo artificial» con pretensiones de blanco, herederos de los terratenientes que asumieron el monopolio de la jefatura en las guerras de Independencia, levantando con una mano las banderas hipócritas del «indigenismo», robando con la otra las tierras de los resguardos y proclamando a boca llena su presunta condición de «nietos de don Pelayo». Para ellos fue siempre vergonzosa la «unión espuria» de las dos naciones, la masa despreciada de cholos, de pardos, de zambos, y hasta el mismo Bolívar, el más grande de los americanos, no pudo evitar ser pequeño, aristócrata y mantuano, cuando en un arrebato fugaz de decepción clamó contra la «pardocracia» y afirmó, con los peores epítetos, que la anarquía y la indisciplina de nuestros pueblos tenía su origen en la mezcla de pueblos y culturas.

La extensión del mestizaje

Pero el mestizaje generado en las tierras de Hispanoamérica no era simplemente un  proceso «racial». Garcilaso advirtió que era, ante todo, un proceso cultural, al reconocer como compatriotas  suyos a  los criollos »oriundos de acá nacidos (España) y connaturalizados allá (América)», es decir, como hombres que, siendo españoles de origen, se hallaban integrados a la nueva realidad americana: en buen romance, como americanos de piel blanca y alma mestiza. Y a estos criollos y no a otros dio cabida en el destino histórico que había vislumbrado para el nuevo mundo.

En cambio, si bien reconocía orgullosamente a los invasores españoles como «nuestros padres», no olvidaba que ellos habían sumido al alma indígena en «la melancolía y tristeza perpetua», y deliberadamente omitió mencionarlos cuando, con inocultable afecto, encabezó así el prólogo a la segunda parte de sus Comentarios Reales:

A los Indios, Mestizos y Criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad.

Garcilaso no podía advertir, desde luego, que más allá del mestizaje «cultural» o «nacional», y sirviéndole de sustrato fundamental, se desarrollaba un mestizaje de formaciones socioeconómicas o, lo que es lo mismo, una múltiple y violenta articulación de modos de producción. Y aquí no me queda más remedio que rogarle al lector que soporte unas líneas de lenguaje un tanto técnico, por medio del cual quiero expresar, a guisa de hipótesis de trabajo, algunas ideas relativas a la identidad profunda de Nuestra América:

Históricamente, la sociedad hispanoamericana tiene su origen en el proceso de articulación violenta de varios modos de producción, proceso ocurrido durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y mediante el cual una formación económico-social europea, la española, formación con características particulares y específicas, incorpora al conjunto de su estructura a una multitud de sociedades desigualmente desarrolladas y relativamente independientes las unas de las otras, a las cuales articula entre sí, y con cada una de las cuales se articula de diversos modos y grados mediante la coerción directa. La historia de la Conquista y de la Colonia es, pues, la historia de esta múltiple articulación de modos de producción, que dará como resultado el surgimiento de una sociedad nueva, «mestiza», la sociedad colonial, distinta de las sociedades que al articularse le dieron origen, y distinta de la sociedad europea a la cual se encuentra sometida.

Este proceso se realiza durante la época del surgimiento y desarrollo del capitalismo y es condicionado por los fenómenos históricos que, a escala europea y mundial, genera dicho desarrollo.

En la conformación original de la sociedad hispanoamericana, por tanto, confluyen una multitud de factores históricos: elementos de los modos de producción indígenas que, transformados y modificados, se incorporan a la nueva formación socioeconómica en función del desarrollo de los modos de producción predominantes, impuestos por la sociedad conquistadora (así, la mita incaica, institución de «servicio civil obligatorio» en la sociedad indígena, se convierte en el horripilante matadero de indios que caracteriza la expoliación colonial); elementos de los modos de producción propios de esa sociedad conquistadora que, también transformados y modificados, se convierten en los pilares básicos, fundamentales, de la nueva formación socioeconómica; elementos del feudalismo en descomposición que, acosado en Europa por una agonía irreversible, busca y encuentra en las regiones coloniales del mundo nuevas formas de auto-reproducción y supervivencia; y, por fin, elementos del capitalismo en desarrollo que ya comienza a influir en todos los rincones del mundo «civilizado».

¿No será, tal vez más correcto, buscar en este «mestizaje» original de las estructuras económicas, las raíces de nuestro carácter «anárquico», inorgánico en lugar de echarle la culpa a la mezclas de las sangres y las «razas», como lo hiciera nuestro inmortal Bolívar en un momento desdichado de arrebato aristocrático?

¿Y no será acaso el camino más correcto para superar nuestro temperamento turbulento y contradictorio, anárquico y caótico, el de asumir nuestro mestizaje y desarrollarlo creadoramente, en lugar de maldecirlo y avergonzarnos de él? Así lo cree, por lo menos, el Inca Garcilaso y por eso nos deja, antes de morir, un ruego que aún no hemos atendido, empeñados como estamos en disputas de menor cuantía.

Un ruego histórico

Así habla Garcilaso:

«A los cuales todos (indios, mestizos y criollos) como a hermanos y amigos, parientes y señores míos, ruego y suplico se animen y adelanten en el ejercicio de virtud, estudio y milicia, volviendo por sí y por su buen nombre, con que lo harán famoso en el suelo y eterno en el cielo.»

Reflexionemos un poco sobre estas palabras, escritas en suelo español, en la España de Felipe II. La virtud, que es la organización disciplinada, consciente y metódica de las fuerzas morales; el estudio, que es el enriquecimiento serio, sistemático y profundo de las propias potencialidades, la construcción positiva de la propia identidad. el desarrollo de la herramienta fundamental del ser humano, su conciencia; y la milicia, que es la disposición organizada de la fuerza, la materialización de la voluntad transformadora de la historia. Todo ello reunido; todos estos instrumentos ejercitados en inseparable unidad por un grupo humano gigantesco de indios, mestizos y criollos que actúan «volviendo por sí» y no por otros, por sí y no por el rey que los domina, por sí y no por la Santa Madre Iglesia que hace apenas unos años, en Valladolid, ha exterminado en la hoguera a decenas de hombres que tuvieron la osadía de volver «por sí».

Hoy, casi cuatro siglos más tarde, este volver por sí se percibe como la tarea perentoria de las inmensas masas de indios, mestizos, negros, mulatos y criollos, no de una élite esclarecida, de todos y no de unos pocos héroes, porque el escenario de nuestra historia no está hecho para un pequeño elenco de actores y una masa innumerable de espectadores pasivos.

La  cuestión  permanece  vigente, porque en nuestras sociedades turbulentas se reproduce, una y otra vez, la arrogancia de quienes pretenden hacerle trampas a la historia, asumiendo el papel de Hércules o el de Prometeo, despreciando de hecho la organización política de las masas trabajadoras, relegando a un segundo plano el trabajo lento, difícil, oscuro, anónimo, «de hormiga», que consiste en educar, orientar, organizar y encauzar a millones de hombres y mujeres para que asuman ellos mismos las luchas por sus derechos y sean ellos mismos los protagonistas de su propia emancipación. En su afán por construir la «vanguardia» se han olvidado de construir «el  cuerpo del ejército» y la «retaguardia», sin los cuales no puede haber otra cosa que una caricatura de vanguardia: aparatos cerrados, superclandestinos, en los que sólo caben «militares profesionales» cada día más aislados de las necesidades reales del pueblo e impulsados más por su propio voluntarismo heroico que por las necesidades objetivas del proceso social.

Virtud, estudio y milicia: dejemos a la reflexión de los latinoamericanos honrados y sensatos lo que significa la unidad indisoluble de estos tres instrumentos, y lo que significa su divorcio; a qué grado de santurronería fanática, ignorante, llega la virtud sin el estudio, o a qué niveles de beatería impotente y suplicante alcanza cuando le falta la fuerza que apoye su razón; a qué limites de «azote y crimen», como dice Martí, descienden el estudio y la inteligencia cuando no tienen virtud ni moral, o a qué honduras de soledad y destierro, cuando menos, o de torturas, cárcel y muerte, cuando más, se sumerge la verdad cuando está indefensa frente al poder de la tiranía; en qué pantanos de militarismo ramplón, aventurerismo vulgar, heroísmo estúpido, coraje sin dirección y sin destino, semillero de una nueva arbitrariedad y de una nueva tiranía, se hunden los hombres que empuñan las armas para despreciar la teoría, la inteligencia y el estudio, o cómo caen en la vileza cada vez que cambian de principios como de camisa y olvidan que el proceso de la historia es siempre el de la emergencia de una nueva moral.

Garcilaso había comprendido, acaso no con precisión científica pero sí con intuición poderosa, que en las tierras de Indias se forjaba una nación. Vislumbraba que esta nación había de ser la unidad creadora de los elementos aborígenes, de los elementos extranjeros connaturalizados en la nueva patria y de la síntesis resultante de ambos, los mestizos. Si así no fuera, ¿por qué habría de introducir Garcilaso, inmediatamente después de la cita que acabamos de comentar, sin transición alguna, la discusión en torno a la falsa disyuntiva de «civilización o barbarie«? Oigámoslo.

Y de camino es bien que entienda el mundo viejo y político que el nuevo (a su parecer bárbaro), no lo es ni ha sido sino por falta de cultura. De la suerte que antiguamente los griegos y romanos, por ser la flor y nata del saber y poder, a las demás regiones, en comparación suya, llamaron bárbaras, entrando en esta cuenta la española, no por serlo de su natural, mas por faltarle lo artificial…

Dejemos esto a aquellos a quienes duele la suerte de nuestra América y trabajan para la libertad y para la dignidad del hombre. En estas tierras, atormentadas por militares ignorantes e inmorales de todos los colores, o por fariseos de la ley para quienes los derechos del hombre son «el alegato de la subversión», es necesario ahora recordar el ruego del Inca Garcilaso para que haga su trabajo en la conciencia viva de los pueblos y los prepare, con el descubrimiento de su propia identidad histórica, para la construcción de una vida más justa, más libre, más humana.

 © Carlos Vidales
Publicado en
El Espectador, Magazin dominical, Bogotá, 28-12-1980, pp. 6 y 7.
Revisado en Estocolmo, en el exilio, 31-01-2013.
Debo rendir aquí homenaje de admiración y gratitud
a don Guillermo Cano, quien, siendo director de El Espectador,
y conociendo, por medio de nuestra correspondencia,
que yo me encontraba en el exilio desde diciembre de 1979,
me estimuló a escribir este artículo y generosamente lo publicó,
desafiando la represión del gobierno de entonces.
Héroe y mártir de la libertad de opinión, Guillermo Cano
cayó asesinado por sicarios del narcotráfico el 17-12- 1986.

En su memoria, pongo este artículo en el dominio público.

Evocación de Martí

José Martí

José Martí

El 15 de enero de 1871, pocas horas antes de tomar el barco que lo llevará al destierro en España, José Martí escribe a su maestro y protector Rafael María de Mendive:

Mucho he sufrido, pero tengo la convicción de que he sabido sufrir. Y si he tenido fuerzas para tanto y si me siento con fuerzas para ser verdaderamente hombre, sólo a usted se lo debo, y de usted y sólo de usted es cuanto de bueno y cariñoso tengo.

No ha cumplido aún los dieciocho años, pero ya ha pasado uno en la cárcel. Allí, pagando el crimen de haber escrito en pro de la independencia de su patria, ha culminado la formación de su personalidad. Conoce ya que lo importante no es cuánto se sufre, sino saber sufrir, y conoce que el hombre verdadero ha de sentir gratitud y amor por su maestro.

Hoy, al recordar a Martí cuando se acerca el mes de mayo y un nuevo aniversario de su muerte, es preciso evocar también al hombre que lo formó con decisión y generosidad. Rafael María de Mendive era un pedagogo de infinita paciencia, un hombre de gran ternura, un poeta de verso suave y sencillo y un patriota valiente que sufrió con entereza la cárcel y el destierro por la libertad de Cuba. Él infundió en José Martí un amor ardiente por los débiles y los oprimidos y un entusiasmo fervoroso por las acciones heroicas. Pero sobre todo, él supo moldear la inteligencia extraordinaria de su discípulo, y someterla al gobierno de dos cualidades tutelares: la moral y la disciplina. Y esta sujeción de un talento brillante y entusiasta al orden de una moral lúcida, sin dogmas, y de una disciplina implacable, harían de la personalidad de Martí uno de los fenómenos más extraordinarios en la historia de Nuestra América.

«La inteligencia sin virtud no es más que azote y crimen», habría de decir más tarde el propio Martí. Él hizo de su vida una conjunción indisoluble de inteligencia y virtud, y por eso pudo decir alguna vez, respondiendo a los ataques injustos de un adversario político:

Si mi vida me defiende, nada puedo alegar que me ampare más que ella. Y si mi vida me acusa, nada podré decir que la abone. Defiéndame mi vida.

La disciplina hizo de él un trabajador excepcional. En un sólo día solía escribir diez cartas, varios manifiestos revolucionarios y dos o tres artículos periodísticos. Asombra constatar la elevada finura y calidad de sus escritos, compuestos con una velocidad febril y revisados con feroz autocrítica, a vuelo de pluma.

Inteligencia, moral y disciplina trabajando juntas: el resultado no puede ser otro que la originalidad. Martí jamás adoptó esquemas ni modelos ajenos y siempre estudió las experiencias de otros para aprender, no para copiar. Más aún, él comprendió con claridad que la falta de originalidad ha matado la virtud y generado la infamia en nuestra historia, cuando el empecinamiento por organizar a nuestros pueblos con fórmulas importadas ha conducido al uso inevitable de la coerción dictatorial. Así lo expresó en el ensayo titulado Nuestra América:

Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

No puedo resistir aquí la tentación de trazar un paralelo entre José Martí y Simón Bolívar. Ambos, discípulos admirables de maestros admirables: el uno de Mendive, el otro de Simón Rodríguez. Ambos, poseídos por la misma causa: la independencia y la construcción de la identidad de Nuestra América. Ambos, dominados por una febril excitación y una energía descomunal: Bolívar recorrió cien mil kilómetros librando batallas por la libertad, Martí viajó por todos los continentes de la inteligencia forjando cien mil ideas por la libertad. Ambos quemaron la llama de su existencia en ese vértigo creador: Bolívar murió a los cuarenta y siete años, Martí a los cuarenta y dos. Ambos comprendieron la ineludible necesidad de la guerra libertadora frente a una potencia colonial resuelta a mantener su imperio por la fuerza: «Sólo la guerra puede salvarnos por la senda del honor», dijo Bolívar, y Martí fue más preciso:

Es criminal… quien promueve una guerra que se puede evitar; y criminal quien deja de promover la guerra inevitable.

Pero el paralelo es más profundo que eso. Ambos vieron, cada uno desde la perspectiva de su tiempo, la importancia que tendría el desarrollo de Nuestra América para el mundo entero: Bolívar dijo alguna vez que «nuestra causa es la de todo el género humano», y Martí escribió: «Es un mundo lo que estamos equilibrando; no son sólo dos islas las que vamos a libertar». Ambos advirtieron también el peligro que para el continente y el mundo representaba el agresivo desarrollo del poder económico y político de la gran nación norteamericana, y a Martí correspondió el mérito de reformular y profundizar las premisas teóricas de la identidad latinoamericana frente a las fuerzas crecientes del imperialismo.

Ambos fueron pensadores originales, creadores. Bolívar intentó elaborar una doctrina del poder y del estado a partir del examen de la realidad hispanoamericana, y desde su Carta de Jamaica hasta la Constitución Boliviana, pasando por las tesis expuestas en su discurso ante el Congreso de Angostura, se respira una libertad de pensamiento y una osadía de análisis propias de quien no teme concebir ideas nuevas. La obra de Martí es un ejemplo viviente de originalidad creadora.

Ahora bien, los grandes hombres no surgen solos, no son islas ni oasis del desierto. Las épocas de Bolívar y de Martí fueron épocas revolucionarias, preñadas de luchas y de heroísmos, con alzamientos de pueblos y movimientos de muchedumbres, con precursores y mártires. Las tierras que habrían de constituir la Gran Colombia, el escenario de Bolívar, engendraron y parieron dos generaciones brillantes de hombres que dieron una faz nueva a las ciencias, las artes, las letras y la política, y lo mismo ocurrió en la región del Caribe en la época de José Martí. Hostos, Maceo, Gómez, son figuras prominentes entre las muchas figuras prominentes de ese tiempo.

Pero allí puede terminar el paralelo porque Martí fue además un polígrafo. Escribió poesía y prosa, narración y artículos periodísticos, cuentos para niños y manifiestos revolucionarios, ensayos históricos y notas polémicas, tesis políticas y alegatos morales, indagaciones filosófícas y códigos institucionales, descripciones de la vida cotidiana y estudios sobre lógica. Sus cuadernos de apuntes muestran su interés sin límites por todos los temas, desde los más banales hasta los más abstrusos. Fue precursor del modernismo en literatura. Los grandes escritores españoles de la Generación del 98 reconocieron su autoridad de maestro. Fue elemento decisivo en la construcción del Partido Revolucionario Cubano. Redactó el Plan de Alzamiento de 1884 y el Manifiesto de Montecristi de 1895. Fue corresponsal y colaborador de muchos periódicos sudamericanos, compuso innumerables discursos para sus compatriotas en el exilio, escribió obras de teatro, intentó novelas.

Fue un hombre libre, apóstol de hombres libres. Partidario de la guerra libertadora, se opuso en medio de ella al espíritu militarista de jefes ilustres y heroicos y les dijo con franqueza que «no se funda un pueblo como se manda un campamento». Supo distinguir la diferencia y los límites entre la acción militar necesaria para la revolución y las desviaciones y aberraciones militaristas, las arrogancias de quienes intentaban usar las armas y las charreteras como un argumento en el debate político del pueblo, la grotesca tentativa de dirigir al partido revolucionario y gobernar al país liberado mediante órdenes de cuartel. Héroe civil, héroe de la dignidad humana plena y libre, fue un Apóstol de la Libertad y así quedó bautizado para siempre en la historia de América.

Es pertinente aquí, y oportuno también porque nos hallamos en medio de una época en que no faltan quienes buscan reivindicar derechos especiales de raza frente a la historia, recordar lo que José Martí escribió sobre las razas y el racismo:

Esa de racista está siendo una palabra confusa y hay que ponerla en claro. El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra; dígase Hombre, y ya se dicen todos los derechos. El negro, por negro, no es inferior ni superior a ningún otro hombre; peca por redundante el que dice «mi raza». Todo lo que divide a los hombres, todo lo que los especifica, aparta o acorrala, es un pecado contra la Humanidad.

En mayo, cada año y cada mes de mayo, recordamos su muerte. Cayó en combate, el 19 de mayo de 1895, en una escaramuza que no habría tenido mayor importancia si él hubiera sobrevivido. Trece años antes había escrito:

No me pongan en lo oscuro
a morir como un traidor:
¡Yo soy bueno, y como bueno
moriré de cara al sol!

Murió, en efecto, como siempre había vivido: de cara al sol, aunque hoy tengamos que hacer un esfuerzo para no pensar en la siniestra connotación que el fascismo español dio a esa bella expresión: de cara al sol.

Y la tumba de Martí, casi incógnita, es apenas casi solamente el viento.

Recordemos el terrible instante.

Martí cayó muerto porque se adelantó con heroísmo, aunque rompiendo la disciplina. Máximo Gómez había intentado, sin éxito, quebrantar las fuerzas españolas, más numerosas y aguerridas. Al retirarse para organizar una carga recibió la tremenda noticia de la muerte de Martí y se lanzó al rescate de su cuerpo, temerariamente solo. El fuego nutrido del enemigo le impidió avanzar. Los jinetes españoles habían reconocido el cadáver de Martí y ahora se retiraban con el sangriento trofeo.

La furia y la angustia cundieron entre los cubanos, que comenzaron a concentrarse para intentar el rescate del Apóstol. Entretanto, el capitán español Ximénez de Sandoval, excitado e incrédulo, examinaba el cadáver. El práctico Oliva aseguró categóricamente que ése era el cuerpo de Martí. Todavía se pidió confirmar la identificación a dos personas: un capitán que había visto al héroe, meses antes, en Santo Domingo, y el mensajero Chacón, quien también conocía a Martí.

Ximénez de Sandoval, sin embargo, quería estar plenamente seguro. Una revisión de la casaca ensangrentada del cadáver disolvió todas sus dudas: en un bolsillo se hallaron los papeles de identidad de José Martí.

Una anotación en el diario de campaña del oficial español nos cuenta que los ojos del muerto quedaron abiertos y que «tenía las pupilas azules».

Los esfuerzos de Maximo Gomez por rescatar el cuerpo de Martí fueron inútiles. La columna española pudo proteger su retirada con las defensas naturales del terreno y los cubanos, muy inferiores en número, no pudieron quebrantar la resistencia enemiga. Una repentina tormenta impidió a Gómez continuar sus ataques y cuando al fin logró llegar al bohío por donde acababa de pasar Sandoval, se le informó que la tropa española se dirigía a Remanganaguas, a marcha forzada, para enterrar a Martí.

«Aquella noche –cuenta el biógrafo Jorge Mañach*– en el campamento mambí de Las Vueltas no hubo necesidad de tocar a silencio. Con el fuego del vivaque se le vio al Chino Viejo un centelleo en las mejillas húmedas. Alguien acuñó, ya para la posteridad, un titulo venerador: El Apóstol.»

«En el centro de la columna española, obligada tambien a acampar por un torrencial aguacero, el cuerpo de Marti fue bajado de la acémila del práctico y dejado toda la noche bajo el cielo negro. No se veían las palmeras, pero los grillos siseaban en las tinieblas su llamamiento implacable.»

«A la tarde siguiente lo enterraban en el camposanto aldeano, de alambradas y cruces de palo. Ximénez de Sandoval tenía prisa por saborear la victoria. Pero cerca de Santiago, adonde había comunicado la noticia, recibió ordenes de regresar a Remanganaguas y llevar a la ciudad el cadáver para que no quedasen dudas en La Habana. Ni en la Florida ni en Nueva York, donde los emigrados iban a desmentir desesperadamente el cable…»

«Mal embalsamado, en un ataúd hecho de cajones y colocado sobre unas parihuelas, el cuerpo de Martí llega a Santiago de Cuba el 27 de mayo. La columna, que ha sido varias veces tiroteada por el camino, se abre paso entre grupos torvos y silenciosos… Después de la formal identificación, se lleva el ataúd al cementerio con mucho séquito de tropa. Allí el coronel Ximénez de Sandoval inquiere si alguno de los no militares presentes desea hablar. Al cabo de un largo silencio, él mismo pronuncia unas breves palabras:

Señores: Cuando pelean hombres de hidalga condición, como nosotros, desaparecen odios y rencores. Nadie que se sienta inspirado de nobles sentimientos debe ver en estos yertos despojos un enemigo… Los militares españoles luchan hasta morir; pero tienen consideración para el vencido y honores para los muertos.«

Martí había escrito:

Cultivo una rosa blanca
en julio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni espiga cultivo:
cultivo una rosa blanca.

Y ahora, en el acto sombrío de su entierro, podía verse cómo ese hombre bueno y generoso, muerto y tendido en un frío ataúd, se las arreglaba para volver a nacer y sembrar su rosa blanca en el corazón de su enemigo, el coronel Ximénez de Sandoval.

¡Qué contraste! Hubo una vez un general mexicano que perdió una pierna en batalla, y la batalla se interrumpió para enterrar la pierna en funerales de apoteosis, con honores de Jefe de Estado. Esos son generales y batallas y piernas de opereta: la muerte de Martí no ha sido, ni podría ser motivo para interrumpir la batalla por la independencia de Nuestra América, por la libertad y la dignidad del hombre. Y no puede serlo, porque esta no es una riña de payasos, sino la gesta histórica que los pueblos de nuestro continente deberán librar para construir sociedades libres y justas, «con todos y para el bien de todos».
* Jorge Mañach, Martí, El Apóstol, tercera edición, Espasa-Calpe Argentina S.A., Buenos Aires, 1946.

 Carlos Vidales
Estocolmo, 1997.
Revisado: 2013