Acerca de Carlos Vidales

Escritor, periodista, historiador. Nacido en Bogotá, Colombia, en febrero de 1939. Reside en Suecia desde 1980. Profesor jubilado de la Universidad de Estocolmo.

Aireando el vino rudo (Caligrama)

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Intento seguir aquí la bella tradición sefardí de los caligramas, rogando a la benevolencia y la misericordia de quien me lea. Y su perdón, sea por la forma del cántaro, sea por el vino que contiene.

Aireando el vino rudo
(Caligrama)

Vino
barato
rudo
sincero
para raspar
la garganta
lo pondré
a respirar
lo pondré a tomar aire
lo pondré a beber aire en este cántaro
este bonito cántaro de fondo ancho y espléndido
donde nadan sueños imposibles y criaturas fantásticas
donde los ángeles del aire hacen del vino rudo vino bíblico
porque este cántaro tiene el vientre feraz y milagroso y tierno
la matriz prodigiosa de las diosas que fueron madres de los dioses
el crisol primigenio en cuyos hornos nacen los elementos de la magia eterna
y la eterna ebriedad de las constelaciones que danzan en la noche acribillada.
Y cuando el aire de mi cántaro haya preñado de misterios mi rudo y pobre vino
yo beberé con gratitud este milagro y brindaré por mi amante y por mi amigo.

Carlos Vidales
Estocolmo, octubre 21 de 2014.

Más cábalas literarias: Nobel 2014

Sede de la Academia Sueca, antiguo edificio de la Bolsa, Estocolmo.

Sede de la Academia Sueca, antiguo edificio de la Bolsa, Estocolmo.

Como un agregado necesario a mis comentarios bobos sobre las personas escribidoras que podrían posiblemente ser agraciadas con el Premio Nobel de Literatura 2014, quiero ahora ofrecer algunos datos que indican cosas interesantes, sin que hasta ahora yo haya logrado dilucidar qué cosas son esas.

En primer término, una noticia que ha caído como una bomba casera en el reducido círculo de gente snob que no se pierde estos acontecimientos: la tradicional ceremonia de «puertas abiertas al público» en el antiguo edificio de la Bolsa de Estocolmo, hoy sede de la Academia Sueca, ha sido suprimida. Esto significa que el anuncio del ganador o ganadora, él o ella, del Nobel de Literatura 2014, será pronunciado por el Secretario Perpetuo de la Academia, Peter Englund, ante periodistas de radio, prensa y televisión exclusivamente, y que ningún o ninguna sujeto o sujeta del populacho tendrá acceso a tan interesante anuncio.

Se habla de «razones de seguridad» para justificar esta restricción. A uno, que es más o menos bobo, se le viene a la mente que entre los candidatos y candidatas al premio hay un africano que ha estado en la cárcel, torturado y martirizado por tiranos y terroristas; una argelina, defensora de los derechos de la mujer, muy valiente, quien además se niega a abandonar el Islam y lucha desde adentro por los principios del humanismo; una bielorrusa, periodista, ya procesada anteriormente por su defensa de los derechos humanos, terriblemente incómoda para los ultraortodoxos rusos, ucranianos, bielorrusos, etc., certera y agudísima crítica del estalinismo pasado, presente y futuro; un chino, sobreviviente de la masacre de Tiananmen, irreductible en la defensa de libertades que algunos muy poderosos califican de «invenciones burguesas»; un checo sobreviviente de la reacción soviética contra la «Primavera de Praga», a quien recientemente le han inventado la calumnia de que fue «informante de la policía», para descalificar su testimonio demoledor sobre la estupidez burocrática de los «comisarios de la inteligencia»; un gringo más o menos odiado por feministas ultras, puesto que describe actos sexuales en sus novelas, y ahora colocado en la lista negra por un monstruo editor/distribuidor por denunciar los abusos capitalistas (valga la redundancia) sobre los derechos de autores y autoras; un árabe, poeta, odiado por el Mosad; y un judío, odiado por algún centenar de millones de árabes. En otras palabras, parece haber suficientes motivos para que el hall de la Academia se llene de terroristas de todos los colores, listos para inmolarse en caso de que el premio recaiga en uno, o una, que les parezca inaceptable.

Y eso que solamente he mirado una lista reducida de los candidatos y candidatas, ellos y ellas. Sabrán vuestras ínclitas mercedes que este año de desgracias de 2014, los candidatos y candidatas premiables suman la bonita cifra de 210, según la lista confeccionada ya a comienzos de año por la Academia Sueca.

Y esto me ha hecho pensar que mi lista de diez posibles, publicada recientemente, es escandalosamente pequeña y estoy corriendo el riesgo de que el premio recaiga fuera de ella y yo quede como un ridículo ignorante, como suelen quedar invariablemente los doctos y doctas expertos y expertas que pronostican categóricamente sin tener en cuenta el principio del Maestro Yoda: «El futuro es difícil de ver, porque siempre se está moviendo».

Pero hay que jugar a las cábalas. Para comenzar, diré que en los tableros de apuestas internacionales (los más prestigiosos tienen sede en Londres, faltaba más), indican este rango de prioridades y favoritismos entre los apostadores, a fecha de hoy:

  1. Haruki Murakami
  2. Assia Djbar
  3. Ismail Kadaré
  4. Joyce Carol Oates
  5. Nawal El Saadawi
  6. Patrick Modiano
  7. Svetlana Aleksijevitj
  8. Adonis
  9. Philip Roth
  10. Paul Muldoon
  11. Karel Schoeman
  12. Adam Zagajewski
  13. Bei Dao
  14. Milan Kundera
  15. Péter Nádas
  16. Thomas Pynchon
  17. Ko Un
  18. Mircea Cartarescu
  19. Don de Lillo
  20. Jon Fosse
  21. Margaret Atwood
  22. Amos Oz
  23. Antonio Lobo Antunes
  24. Richard Ford
  25. Don Paterson
  26. Nuridin Farah
  27. Karl Ove Knausgård
  28. Peter Hanke
  29. Umberto Eco
  30. William Trevor
  31. John Le Carré
  32. Cormac Mc Carthy
  33. Javier Marías
  34. Salman Rushdie
  35. Tom Stoppard
  36. Bob Dylan
  37. Colm Toibin
  38. Les Murray

Sorprende grandemente que figuras prominentes y excelsas de las letras como Salman Rushdie, Antonio Lobo Antunes, William Trevor, Amos Oz, Milan Kundera, se encuentran en rangos tan bajos en las preferencias de los apostadores profesionales. Uno está tentado a decir que apostar no es lo mismo que leer y leer no es lo mismo que entender lo que se lee, pero es un hecho de la vida real que la Feria de las Vanidades cotiza según designios inescrutables.

Y advierto que estoy dicendo todo esto con muy buen humor y sin el ánimo de molestar a nadie, pidiendo a quien me lea que ría con gana, según el sabio consejo del buen Rabelais:

Verdad es que aquí hay poca perfección;
en cualquier caso, aprenderéis a reír.
Otra razón no puede mi corazón elegir.
Viendo el duelo que os corroe y tortura,
mejor es de risa que de llanto escribir,
porque reír es propio de la humana criatura.

Dicho lo anterior queda por registrar, con precisión científica (porque mi papá, Luis Vidales, era experto en estadísticas y no es cosa de traicionar aquí la tradición paterna), cómo es el asunto de los viejos aspirantes y los recién llegados:

En febrero de 2014 la Academia Sueca había recibido 271 propuestas de candidaturas para el Premio Nobel de Literatura. Luego de sesudas elucubraciones, dictámenes y pareceres, los honorables académicos decidieron aceptar una lista de 210 candidadtos admitidos. De esos 210, solamente 36 son candidatos por primera vez, y 174 ya han sido nominados anteriormente.

Después de esa docta e ilustrada sesión, los ínclitos académicos se fueron en tropel al restaurante Gyldene Freden (Paz Dorada), y gozaron pantagruélicamente de una bella sopa de arvejas amarillas (ärtsoppa) con panqueques (pannkakor) y dulce de bayas (lingonsylt), típico menú popular de tradición medieval en estas tierras nórdicas, que es ritual obligado, según la mitología del populacho, para cerrar la confección de las listas Nobel. Y yo cuento este detalle, basado en el relato de Peter Englund, Secretario Perpetuo de la Academia Sueca.

Carlos Vidales
Estocolmo, 3 de octubre de 2014

Nobel de Literatura 2014

Medalla del Premio Nobel

Medalla del Premio Nobel

Aunque no creo en los premios –lo he dicho varias veces–, sí creo en la influencia que los premios literarios ejercen sobre la vida cultural de pueblos y naciones. Millones de personas leen los textos que han sido tocados por la fama y orientan sus preferencias y opiniones en razón de lo que se oye, se comenta, se alude y se recomienda. Por eso –y tal vez por otras razones más nobles– tal vez sea interesante hablar del premio Nobel de Literatura que la Academia Sueca otorgará dentro de unas semanas y cuyo afortunado receptor todavía no conocemos.

Aun no ha comenzado la feria de cábalas, profecías, apuestas, anticipaciones y presagios en torno al posible ganador del premio. La muchedumbre docta de gente experta en cosas de las letras, que invariablemente se equivoca en sus predicciones, aun no ha iniciado su erudita algarabía, tan enriquecedora por lo que enseña a la horda de bobos que solamente somos lectores más o menos despistados.

Este año, pues, me adelantaré a los doctos letrados y a las doctas letradas y me permitiré ofrecer a ellos y a ellas, los y las, algunos datos que ellos y ellas ya saben pero que administran, sospecho, con poca disciplina y rigor.

Mi metodología científica es impecable, creo. Me guío por las preferencias de los lectores y las lectoras de Suecia, según se registran en las cifras de ventas de editores y libreros. Tenemos derecho a suponer que la Academia Sueca no es indiferente a estos datos, porque otras veces hemos visto que, en efecto, el premiado o la premiada ha gozado de las predilecciones del público lector nórdico previamente a la adjudicación del premio.

No obstante, la prudencia y el principio de oro de Descartes («dudar de todo») aconsejan no hacer pronósticos y mucho menos apuestas. Me limitaré, por lo tanto, a considerar diez criaturas escribientes sobre alguna de las cuales puede caer, tal vez, quién sabe, la lluvia de ocho millones de coronas suecas y el bonito diploma y la redonda medalla de oro del Premio Nobel de Literatura 2014. Me orientaré por la información ofrecida por uno de los mayores distribuidores y agentes de libros nuevos y usados de Suecia, la Bolsa del libro (Bokbörsen). La versión al castellano es mía, no se trata de una traducción literal.

Vamos allá.

1- Según el propio Haruki Murakami, la inspiración para escribir su primera novela Hear the Wind Sing (1979) le llegó mientras asistía a un partido de béisbol. Murakami escribió su obra en varios meses en el bar, después de su horario de trabajo, con algunas breves adiciones en el día, lo que resultó en un texto algo fragmentario, a saltos, con breves capítulos. Cuando terminó, envió inmediatamente su novela al único concurso que recibía obras de ese tamaño, y ganó el primer premio. De todos modos, en esta su primera novela se reflejan muchos de los elementos fundamentales de su ulterior creación literaria: estilo occidental, humor de trazo muy personal, y cautivadora nostalgia. Murakami es probablemente el más fuerte de los candidatos al premio 2014, aunque nunca se sabe.

2- Durante sus estudios en Uganda, Ngũgĩ wa Thiong’o escribió sus dos primeras novelas y su primera pieza teatral, The Black Hermit. Weep Not, Child fue la primera novela de un africano oriental y despertó un gran interés internacional. Su tercera novela, Om icke vetekornet (Si no el grano de trigo), publicada en 1967, fue escrita en Leeds y obtuvo muy elogiosas críticas.
Thiong’o escribe desde 1978 casi exclusivamente en la lengua del pueblo kikuyu. Su dura crítica contra los ricos terratenientes y políticos, que oprimen a los pobres para acrecentar sus ganancias, le hizo tomar la decisión de escribir en kikuyu para llegar a los campesinos. Después de la realización de su pieza Ngaahika Ndeenda en el centro cultural de Kamiriithu, fue encarcelado sin proceso. Ngügï describió su año en la cárcel en Detained: a Writer’s Prison Diary (1981). He leído algunos fragmentos (en inglés) que me han parecido magistrales y conmovedores.

3- Desde su debut en 1957, Assia Djebar ha tratado en forma literaria los problemas de que ha sido testigo y que la han acosado: las condiciones de las mujeres musulmanas del Magreb, el despertar político producido por la revolución de independencia de Argelia, el derecho de las mujeres a la educación y la historia social de África del norte.

A diferencia de muchas feministas occidentales, que han tomado distancia de las religiones por considerarlas patriarcales, Djebar apoya su feminismo en interpretaciones del Islam y de las épocas de Abraham y Hagar, como se ve en su novela Loin de Médine (Lejos de Medina). Como ocurre con muchos otros autores postcoloniales, las narraciones de Djebar tratan sobre los temas de idioma e identidad.

4- Una de las más fuertes candidatas, Joyce Carol Oates, extraordinariamente productiva y una de las más elogiadas escritoras norteamericanas de todos los tiempos. Muchas veces ha sido mencionada como firme candidata al premio Nobel.

Su escritura lleva el sello de su adhesión a la escuela tradicional de lo realista-romántico, en que las relaciones, decepciones y sueños de los individuos, junto a las descripciones de la sociedad norteamericana contemporánea, han estado siempre bajo el foco central, frente a los experimentos formales del postmodernismo.

Durante la década de 1980, con Bellefleur y otras novelas posteriores, reintrodujo el romance gótico y dejó de lado la contemporaneidad para explorar la historia norteamericana. Sus más recientes novelas han sido crónicas familiares.
La novela Blonde, publicada en 2000, trata de Marilyn Monroe y ha sido muy estimada y elogiosamente comentada, se ha vendido en grandes ediciones y fue nominada a premios de prestigio como el Pulitzer y el National Book Award.

5- La poesía de Adonis es moderna y modernista. Bajo una fuerte influencia de los surrealistas franceses, su lírica está colmada igualmente de referencias a los mitos y símbolos de las múltiples y milenarias culturas del Mediterráneo. Muchos expertos lo consideran como el más importante poeta vivo del idioma árabe y varias veces ha sido mencionado como un posible ganador del premio Nobel. Su obra más conocida, el cliclo poético Cantos de Miyar (1961) es valorado como una de las altas cumbres de la nueva poesía árabe, en particular, y de la poesía modernista, en general.

6- Philip Roth ha publicado 28 novelas, varias premiadas, desde su debut en 1959 hasta 2007. Él ha descrito su oficio como «escribir biografías apócrifas y falsas historias». Ya desde sus primeras novelas ha descrito escenas sexuales con íntimos detalles y exclusivamente desde el punto de vista masculino, lo que le ha valido ser calificado como pornográfico y antifeminista.

Desde su debut con Goodbye, Columbus (Adiós, Colón) la novelística de Roth ha recorrido varios estadios de desarrollo. Con frecuencia regresa a sus propios orígenes como judío de clase media y con ellos escenifica sus relatos; del mismo modo, ha criticado la diferenciación entre las categorías de ficción y autobiografía.

Comprometido con la libertad de la literatura, Roth se ha unido a Milan Kundera, Orhan Pamuk y Salman Rushdie en el repudio público contra las prácticas «codiciosas» y «abusivas» de la distribuidora internacional Amazon.

7- Svetlana Aleksijevitj (bielorrusa y periodista) llama a su suite de novelas documentales Utopins röster – Historien om den röda människan (Voces de la Utopía – Historia del ser humano rojo). El primer libro de la serie es Kriget har inget kvinnligt ansikte (La guerra no tiene ningún rostro femenino) y en él narran varias mujeres sobre su vida en el Ejército Rojo durante la «Gran Guerra Patriótica» (Segunda Guerra Mundial).
En 1992 se inició en Minsk un proceso contra Aleksijevitj y su libro Zinkpojkarna (Los muchachos de zinc), pero gracias a la movilización de las fuerzas democráticas del país, las acusaciones fueron retiradas. A finales de la década de 1990 Aleksijevitj fue sistemáticamente sometida a acoso y presiones por parte del régimen de Lukashenko y se vio obligada a abandonar su patria en 2000. Vivió primero en París; luego, entre 2006 y 2008, en Gotemburgo y más tarde en Berlín. En 2011 regresó a su hogar en Minsk.

Según numerosísimos observadores y levantadores profesionales de apuestas, Aleksijevitj es la gran favorita para el premio Nobel 2014.

8- En relación con las protestas estudiantiles de 1986 en China, Bei Dao se convirtió en un individuo impublicable y sin derecho a trabajar. Después de las protestas y de la masacre en la Plaza de la Paz Celestial (Tiananmen) en Beijing, donde algunos de sus poemas habían sido declamados por los manifestantes, debió abandonar el país para evitar la prisión. Ha vivido en Alemania, Suecia, California. Su esposa y su hija pudieron reunirse con él recién a mediados de la década de 1990.
Bei Dao ha recobrado la posibilidad de vivir y trabajar en China, desde 2006. Sus obras han comensado a ser permitidas y toleradas. Se han traducido a 25 idiomas. Además de poemas, ha publicado relatos, ensayos y novelas.

9- Milan Kundera inició su carrera literaria como poeta y su primer libro, la antología poética Clovek zahrada širá (El hombre es mi jardín), se publicó en Checoslovaquia en 1953. Luego siguieron varias colecciones de poemas, una exitosa pieza de teatro en un acto, Majitelé Klícu (Los propietarios de las llaves, 1962), que plaanteó la problemática de las premisas sociales del individuo para sus acciones políticas, y más tarde la colección de relatos Kärlekens löjen (Los amores ridículos, 1963), antes de tomar la decisión de escribir novelas. Su novela de debut, Skämtet (La broma, 1970), sobre los efectos del estalinismo sobre la vida emocional, se publicó en 1967 y tuvo un modesto recibimiento internacional.
Kundera tuvo un enorme éxito internacional en 1984 con Varats olidliga lätthet (La insoportable levedad del ser), libro prohibido en Checoslovaquia hasta 1989. La novela fue llevada al cine en 1988.

10- Después de publicar varias colecciones de relatos, dio a conocer Péter Nádas su primera novela, Slutet på en familjeroman (Final de una novela familiar, 1977). En 1986 publicó Minnesanteckningarnas bok, (Libro de apuntes), que describe el mundo como un sistema de relaciones que enlazan a las personas unas con otras. Sobre el trasfondo de la historia de la cultura europea, examina la disolución de la personalidad y las posibilidades de, a pesar de esta disolución, encontrar un sentido en el mundo real.

En 2005 se publicó la novela Parallella historier (Historias paralelas). El argumento está construido en torno a la historia de dos familias: una de ellas, — Lippay-Lehr, es húngara, la otra — Döhring, es alemana. Son como dos avenidas de acontecimientos que se cruzan y se relacionan a través de hechos y personas.

Una vez hecha esta lista, bueno es advertir que, si bien el Premio Nobel de Literatura 2014 puede caer en las manos de alguna de las personas incluidas en ella, también es perfectamente posible que caiga en manos de alguna de las centenares criaturas escribientes no mencionadas aquí pero sin duda merecedoras de que la doliente humanidad las lea.

Recomiendo a mis lectores y lectoras, los y las, echen una ojeada a Wikipedia o a cualquier enciclopedia de papel, y enriquezcan su ya vasta cultura con algún nuevo conocimiento literario. Bueno es subrayar que, por lo que se ve en esta lista, el público lector nórdico ama a los escritores y las escritoras que han sufrido persecución y se han enfrentado con valor a ella por la libertad de pensamiento, por los derechos de las mujeres y por los derechos humanos en general. Lo que, sin duda, influirá grandemente en la Academia Sueca.

Carlos Vidales
Estocolmo, octubre 1 de 2014

Elogio de la poesía

Juan Manuel Roca, Doctor Honoris Causa, Universidad Nacional de Colombia, 2014

Juan Manuel Roca, Doctor Honoris Causa, Universidad Nacional de Colombia, 2014

Juan Manuel Roca
Texto presentado y leído en la ceremonia de entrega del
Doctorado Honoris Causa
por la Universidad Nacional de Colombia.
Bogotá, septiembre 25, 2014

 Buenas tardes. Quiero manifestar mi gratitud hacia el Consejo Superior Universitario de la Universidad Nacional de Colombia por esta distinción en la que se habla, entre otras cosas, “de un reconocimiento a una vida dedicada a la poesía”. Que una Universidad valore, más allá de que esto recaiga en mí, el ámbito de la lírica, me resulta a todas luces alentador, cuando en muchos espacios de la vida académica se minusvalida todo lo que no sea pragmático o fácilmente comprobable. La poesía, que según Saint John Perse, es “el pensamiento desinteresado” no suele ser llamada con frecuencia al festejo académico ya que no pocas veces se ve como una religión sin feligreses. Por lo menos,  estos reconocimientos escasean para mi escindida generación.

Mi generación ha oído y recibido más nombres que una pila bautismal. Para seguir en el juego nominal, que parece el de las muñecas rusas que tienen adentro otras que a su vez contienen una más, he propuesto para ella el nombre de Poetas del inxilio, en razón de que sus obras aparecen y se consolidan en los años de mayor desplazamiento en Colombia.

El inxilio es una suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, de familias desplazadas a las que les han usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión -paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal y paraestatal-, han sido atrapados por el negocio de la guerra y por los políticos venales.

También la poesía ha sido desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún, de los grandes sellos editoriales. Así que inxiliada en su propia búsqueda, esta generación sabe que el desplazamiento humano es el mayor drama colombiano actual.

El inxilio quizá tenga unos rasgos de enajenación y de expolio peor que el de quienes tienen que exiliarse. Es la pérdida del país dentro del país mismo, tener que habitar en la periferia como un único territorio posible, sentirse ciudadano de ninguna parte, exiliado de sí mismo, pertenecer a un no-lugar.

Colombia es uno de los países con más número de desarraigados en el mundo. En 2013 se señala la cifra de 230 mil personas entre hombres, mujeres y niños obligados a abandonar sus tierras. Mi generación ha asistido de manera dolorosa a ese inmenso desalojo. Y no pocas veces lo registra en sus poemas. Naturalmente, el desplazamiento que da nacimiento al inxilio colectivo no es privativo de estos tiempos y podríamos remontarnos a la violencia de los años cincuenta, pero nunca este drama ha sido más cruento que a partir de los años en los que esta generación se ha venido expresando. No es un capricho. En aras de señalar un período de nuestra historia, el nombre de Poetas del Inxilio podría ser una forma sencilla de recordar  nuestro drama colectivo. Quizá sea cierto lo que afirma el más citado de los poetas argentinos: “la realidad no es verbal”. Pero aún así, creo que hay que nombrar a los desplazados internos una y otra vez, hasta que se acaben la guerra y el desarraigo.                                                

La poesía se mueve en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos hasta el punto de poder señalar que donde no hay poesía difícilmente hay arte, desde la plástica y la cinematografía hasta la narrativa y la dramaturgia. Y es que esta anómala forma del pensar que nunca ha debido escindirse de manera radical de la filosofía, parece que más que escribirse, sucede.

He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y a pedirle de manera irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que  es algo más que un género literario, que es más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma de violencia cultural, de imposición. Creo, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable también forma parte de la realidad del hombre”.

Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad.  Es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus alegrías y desvelos. Lo mismo ocurre con la más alta poesía.

Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando.

La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su alto rigor estético, como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos, Carl Sandburg, Osip Maldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado, es solo porque generalmente y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas sólo se recuerda a los malos poetas políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehúyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida.

En cuanto al poder transformador de la palabra, el mejor ejemplo lo encontré en una cárcel de Chile, donde un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado.  Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos de San Juan de la Cruz.

A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera,  pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la realidad, podrían haber sido los mismos. El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera. Una condena al fracaso. El hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.

Y vuelvo al territorio de la duda. En poesía una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira mientras que una ficción bien lograda puede volverse para siempre verdadera, como Hamlet, Sherezada o Moby Dick, y digna como ese personaje del coronel que no tenía quien le escribiera y que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie, según la magnífica novela de García Márquez. No le basta con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues al igual que la filosofía su territorio de exploración natural está en la duda. La poesía se pregunta cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de la realidad, en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”, una aturdida comunidad dividida entre la realidad y el deseo.

A cada rato, cuando se habla de la utilidad de la poesía en un medio de naturaleza violenta como el nuestro, se acude una y otra vez a una pregunta del romántico alemán: “¿para qué la poesía en tiempos de penuria?” Creo que es mejor cambiar, invertir la pregunta y decir ¿para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Como simple adorno? ¿Como manierismo? ¿Como un mero esteticismo? De ser cierto que la poesía no tiene sentido en tiempos de penuria nunca se habría escrito, pues todos los tiempos del hombre han sido de penuria.

Un aparente escollo para la poesía tiene que ver con la crisis de la palabra, en particular por su constante manoseo. La palabra es la primera baja en una crisis social: para qué el vocablo pan si no remplaza al pan, para que la palabra libertad si tantas veces está en los labios de los carceleros. Sin embargo esto, antes de crearle un desaliento obliga al poeta a buscar la palabra justa en el inmenso pajar del lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el mal uso ha ido volviendo huecas, calcáreas. Es paradójico, hasta la libertad en el poema resulta tantas veces contradictoria por el hecho mismo de querer fijarla en palabras. Como es paradójico que estando la poesía construida con vocablos aspire al silencio.                                                                

La poesía, y tomo acá su nombre de manera genérica para toda creación artística, como un epicentro de todas las artes, parece recordarnos que resulta tan precaria, tan irrisoria la llamada realidad  (y “realidad” es una palabra que al decir de Vladimir Nabokov siempre debería ir entre comillas) que a cada momento tenemos que inventarla. Esto hace que la poesía no sea tan lejana de la ciencia, no obstante sus búsquedas se den en diferentes estadios del pensar, en diferentes gabinetes de la imaginación. (Aldo Pellegrini, dixit).                                                                          

Lo que hace más rica y diversa a la poesía escrita es que las verdades estéticas que se agolpan en la interpretación de la lírica nunca han podido, a pesar de credos y de manifiestos cerrados, del aluvión interpretativo, imponer un sentido único a la expresión creadora. Que no tenga nunca el rango de fórmula matemática, sino que el sentido de lo impersonal y de lo abierto la visiten, hace que la poesía resida más allá del poema, aún en los linderos del lenguaje, en los bordes de la palabra que se calla.                        

Previene René Menard sobre “dos clases de poetas sin porvenir: los que protestan por el Paraíso Perdido y los que prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos seducen hasta el momento en que demuestran su espíritu de tiranía”. Habla el mismo Menard de “los poetas ideólogos” para quienes “el fanatismo o la esterilidad son su refugio”. La poesía es algo más que un catálogo de ideas. Los francotiradores del inmediatismo político veían mal a Rubén Darío porque cruzaba en medio de gallineros en Managua pero los imaginaba cisnes, veía indígenas chorotegas sin dientes pero creía que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual también condenarían a cualquier caballero de triste figura capaz de trocar, como todo gran poeta, molinos en gigantes, mujeres de espléndida fealdad en arquetipos de belleza. “La verdadera poesía no consuela de nada”, decía René Menard.                                                                                                                                                                                                                                                                               

Aunque el poeta sabe que, más temprano que tarde, será como todos los hombres victimizado por la realidad, le opone la palabra al nombrarla, tiene clara conciencia de que pastorear lo real, domesticar lo real para sumergirse en zonas de significado mitológico, es una función devoradora. Ese “cambiar la vida”, la vieja divisa de Rimbaud, cada vez parece asistirlo menos. Pero es su aspiración el encuentro con la esencia, la búsqueda de una ética ligada a la belleza superior lo que lo pone en contacto con la eterna fugacidad, con lo que huye llevando en sí jirones de otras realidades más complejas. Realidades que, al cambio feroz de los días y aún de los milenios, exigen particularmente unos nuevos tratos con el lenguaje.                                                                                             

La poesía se parece, en su calidad invasora, a la araña que sube por la escoba que la barre: pone un contrapunto a la razón. Y es en esa satanización de lo poético en aras de la realidad que pregonan los tiempos y que pregonan las sociedades hipnotizadas por el miedo a pensar, donde -de nuevo la araña trepa a la escoba- le queda a la poesía su antigua y renovada condición de resistencia. De ese centro brota el hombre negado a la clonación o al autismo. Es ahí, en el reino paradojal, donde la poesía expulsada de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República de Plutón, tiene un reino de individuos insumisos.                                                                                                                                                                                                

Ser poeta en un país salvaje es elegir una larga cuarentena, guardar como un talismán la palabra más breve y, por momentos, la más bella. Esa que en Colombia parece olvidada, la rotunda voz que casi nadie dice, que casi nadie oye, las dos letras que conforman la palabra no.

Nunca antes la poesía y el poeta -y no hablo desde la ideología- tiene mayores estímulos para diferenciarse del país que no desea suyo. No es un deber ser, no es algo programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al crimen, no tanto por sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos de la muerte espiritual y del gregarismo tribal frente a la nada.                                              

Libertad y poesía son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden separar para que tengan vidas escindidas. A no ser que al enunciarse se trate de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de carceleros y liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra.

Esas dos palabras, esos dos conceptos por los cuales han corrido verdaderos mares de tinta, me parece que han sido muy bien definidos por una dupla de escritores de talantes afines y de percepciones cercanas al anarquismo. Albert Camus, que decía que la libertad es el derecho a no mentir, y Henri David Thoreau, quien afirmaba que la poesía es la salud del lenguaje.

Lo contrario, la servidumbre intelectual del poeta y la docilidad del ciudadano, no es otra cosa que la práctica de una voraz autofagia, una forma de devorarse a sí mismo. Es la muerte del que disiente, el destierro del outsider, el exilio del fuera de lugar o del perpetuo insatisfecho. En realidad, más que en un exilio, el outsider vive ahora su  periferia, el convertirse en extranjero en su propia tierra, muchas veces hasta el extremo de verse arrinconado en los límites del lenguaje. Todo por saber que la poesía puede llegar a convertirse en un territorio autónomo, algo así como la banda sonora de la desobediencia. Por supuesto que ejercer ese derecho a no mentir es castigado de una y mil maneras por bedeles y comisarios.

La idea orwelliana de que “si la libertad significa algo es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oir”, en sociedades ensimismadas por el  unanimismo conduce hasta al extremo de poner en riesgo la vida del ejercitante. Del que se atreve a decir, a pesar de todo, lo indecible.

Cuando John Donne afirma que nadie puede dormir en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, podría estar hablando también del poeta. El poeta es el que canta en medio de las encrucijadas, el insomne frente al destino colectivo que no obstante hace del sueño su irremplazable alimento. A lo largo de mi vida de escribano no he intentado otra cosa que ejercer la libertad y con ella la independencia. Libertad de culto, de ideología, de fortuna, de banderas y esteticismos. La libertad de ejercer la imaginación sin pagar aduanas, sin el soberano permiso de nadie.

Soy de la idea de que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la espesa nata de la uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un mundo sin matices, el hastío, el miedo y la miseria, ese trípode en el que se monta la visión del mundo actual, no extenderá del todo su aire espeso, el agujero negro de la satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los tartufos.

Creo en los poetas de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista, en los que tienen al mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado de calles, de retículas y trazados por los que transitan los hombres.

Que la poesía es una religión sin feligreses se nos repite a cada tanto en los medios y en los bufetes, invocando la inutilidad y llamando al desaliento, y tras manifestarlo corren a reunirse y a hablar en el esperanto de la tontería y los lugares comunes, en una religión cuyo único dios tiránico es el embotamiento de los sentidos, la pérdida irreparable del sentido de la individualidad creativa y la aventura.

Quisiera repetir con René Char que “en todas nuestras comidas en común invitamos a la libertad a sentarse”. Y agregar en consenso con el poeta  que “el lugar permanece vacío pero el cubierto está puesto”. A esto conduce la mejor poesía.

 

VAYA, MIRE Y ME CUENTA

Palabras de Alfredo Molano al recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia.

EN EL PUENTE: A LAS SEIS ES LA CITA

PALABRAS HONORIS CAUSA

Señor Rector de la UN

Miembros del Consejo Académico,

Profesoras y profesoras

Señoras y señores

Compañeros de Sociología.

500 palabras un minuto

Alfredo Molano

La distinción académica que recibimos de la Universidad Nacional nos llena de una sincera y profunda alegría. Aquí nos formamos, aquí se caldearon nuestros sueños, aquí aprendimos a encarar el futuro. Estamos agradecidos con la universidad por lo que nos dio y por lo que hoy nos otorga. Volver a estar aquí es revivir aquellos días en los que el hoy estaba tan lejos.

Permítanme hablar ahora en primera persona porque es en ella en la que yo he contado lo que me cuentan.

No es, claro está, de mi vida de lo que quiero hablar, es la historia personal de una mirada.

No puedo evitar –aunque lo intente– recordar mi primer día de universidad, quizás un 8 de febrero. Lo viví como entrando al…

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El día que le pegamos a Llorente (20 de julio de 1810)

Plaza Mayor de Santa Fe, Bogotá

La Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, escenario de los dramáticos sucesos que se narran en esta historia de floreros, reyertas y revoluciones patrióticas. Era, como siempre suele ocurrir, un día de mercado.

En estos días de violencia y efemérides no falta quien quiera recordar el 20 de julio como «el día de la independencia de Colombia». Falsedad, mentira, impostura, charlatanería. La independencia de Colombia se declaró otro día, otro mes y otro año. Y todavía no se cumple. En cambio, el 20 de julio de 1810 fue el día que le pegamos a un señor muy decente delante de toda su familia. Una vergüenza que hoy se festeja como gloria nacional. Aquí les cuento lo que ocurrió ese día, para que se hinchen de orgullo patriótico.

Me acuerdo muy bien: todos nos levantamos muy temprano ese día. Era viernes, y los mercachifles y marchantas del mercado semanal, en número mucho mayor que el acostumbrado, ocuparon sus puestos en la Plaza Mayor, que ahora le llaman «de Bolívar», con tal orden y disciplina que ya a las cuatro y media de la mañana estaba cada uno en su lugar, con sus achicorias, arracachas, coles y verdolagas dispuestas para el regateo. Había un silencio raro en el aire y se percibía una tensión general, como si todos supie­ran que algo muy gordo estaba a punto de suceder. Hasta los perros de los marchantes, con las narices mojadas por la niebla fría del amanecer, vigilaban anhelantes la esquina del Cabildo, las ventanas del Palacio del Virrey, la explanada del Colegio de San Bartolomé y la puerta de la Cárcel Mayor.

A las cinco en punto comenzó la misa en la Catedral, que a esa hora estaba ya repleta hasta los topes. Todos los adultos comulgaron, mirándose con recelo los unos a los otros. Los señores chapetones y sus familias, ocupando los bancos mas cercanos al altar, echaban de vez en cuando miradas de odio y desprecio a los criollos y sus familias, que se mantenían todos agrupados más atrás, muy dignos, en las bancadas cercanas a la puerta. El populacho, la plebe, la chusma, es decir el pueblo humilde, honrado y trabajador, oía la misa y se rascaba los piojos de pie, en las naves laterales, donde las imágenes de los santos milagrosos miraban al cielo con expresión de sufrimiento, agobiadas por el olor a ruana sudada, alpargata macerada y enjalma inmemorial.

Todos estaban nerviosos, aunque todos estaban estragados por el sueño y el cansancio. Nadie había dormido la noche anterior. En las casas de los criollos más notables se había permanecido en vela, y grupos de campesinos y arrieros «voluntarios» habían montado guardia en los portones y zaguanes, porque corría la voz de que los chapeto­nes planeaban asesinar a las diecinueve familias más importantes de la cachaquería. Circulaba una lista, supuestamente hecha por los españoles, en que constaban los nombres de los jefes de esas familias: el señor Emigdio Benítez Plata en primer lugar, don Camilo Torres en segundo, don José Acevedo y Gómez en tercero… A este plan siniestro se le había dado el nombre de «La Conspiración Infiesta», porque era precisamente el señor Infiesta, oidor de la Real Audiencia, quien había dicho en corrillo de amigos y compadres que era necesario eliminar a los criollos de más prestigio para garantizar el orden y la tranquilidad. El señor Infiesta pertenecía a esa clase de cretinos que creen posible tranquilizar al pueblo asesinándole su gente.

Los chapetones también estaban agotados, porque entre ellos había corrido el rumor de que esa noche los criollos iban a hacer una matanza general de españoles. Por eso, aunque se habían ido a dormir temprano, se les había pasado la noche revolcándose en la cama, intranquilos, tratando de creer en las palabras del oidor Hernández de Alba:

«Los americanos son como los perros sin dientes: ladran, pero no muerden».

Yo también estaba sin dormir, porque mi papá me había llevado a la casa del sabio Caldas, donde se hizo una reunión en la que participaron don Camilo Torres, don Frutos Joaquín Gutiérrez, don José Acevedo y Gómez, don Miguel Pombo, don Francisco Morales, y otros varios cachacos de lo más fino. Recuerdo que don Camilo Torres, muy elegante con su casaca de paño color carmelita y sus pantalones de lino blanco, se paseaba de un lado a otro y dos o tres veces se lamentó de la ausencia de don Antonio Nariño. Ya hacía dos meses que los malditos chapetones habían mandado a Nariño a Cartagena, con grilletes en las manos y en los pies, porque sospechaban que don Antonio estaba preparando un motín para disolver al Reino. Recuerdo también que a mí, por ser niño, me dieron agua de panela y unas galletas, y que ellos tomaron café con excepción del sabio Caldas, que prefería el «té de Bogotá», traído de la finca de Nariño.

A mí me gustaba mucho estar cerca de Caldas, porque parecía como un niño, con la casaca abierta y la camisa desabrochada, siempre dibujando mamarrachos y fórmulas incomprensibles en sus cuadernos de apuntes. Esa noche, mientras don Camilo Torres daba instrucciones severas a todos y explicaba que era necesario provocar un incidente violento con los chapetones, haciéndolos aparecer a ellos como culpables, porque, según decía, «para asegurar el éxito es necesario que la chispa incendiaria parta del vivac enemigo», Caldas dibujó en un pedazo de papel un óvalo cruzado por una raya, más o menos así

olarga

y me preguntó: «A ver, jovencito, ¿qué significa esto?» Yo examiné el enigma desde la altura de mis doce años y le contesté sin vacilar: «O larga y negra partida». El se echó a reír y me dijo: «Esa interpretación vale para cuando a uno lo van a fusilar: ¡Oh, larga y negra partida…! Por ahora la explicación es otra, y yo se la resumo diciendo que basta con partir un solo eslabón para que se rompa toda la cadena».

Don José Acevedo y Gómez, que oyó estas últimas palabras, comentó: «Eso es muy cierto. Y lo que necesitamos en este momento es saber cuál es el eslabón que conviene partir». Luego se llevó a mi papá a un rincón y le habló en voz baja. Los ví discutir unos instantes. Después de eso mi papá vino y me ordenó: «Vaya y acuéstese en la otra pieza. Duérmase, porque mañana tenemos mucho que hacer y yo lo voy a necesitar para que traiga y lleve recados». Yo le hice caso porque me di cuenta de que ellos querían discutir lo del eslabón sin que mis orejas pudieran oir. Mi papá era admirador de Rousseau y a mí me educaba según el método propuesto en el «Emilio», y por eso para mí era muy fácil obedecerle. Yo confiaba en él.

He contado todo esto para que ustedes entiendan que al amanecer del 20 de julio de 1810 todos los habitantes de Santafé estábamos trasnochados y nerviosos. Todos, excepto don José González Llorente y su familia. Ellos eran los únicos que habían dormido tranquilos, porque don José González Llorente era un pan de Dios que nunca se metía en chismes, jamás hablaba de política con nadie, y por lo tanto él y su familia eran los únicos en todo el virreinato que no sabían lo que estaba pasando. Don José González Llorente era chapetón, nacido en Cádiz, pero se había casado con una criolla, a la cual amaba y respetaba con veneración. Aparte de sus hijos y de su mujer, don José González Llorente mantenía en su casa a doce mujeres más: once hermanas de su esposa y la mamá de todas. Era, en consecuencia, un santo, y Dios lo debe tener en su gloria. Su generosidad era proverbial, su simpatía por los criollos evidente, su tienda estaba muy bien situada, a pocos metros de la Catedral, y bien surtida, con paños y manteles y vajillas y cristales y floreros. Yo lo quería, porque siempre me regalaba algún dulce y me acariciaba la cabeza cuando yo iba a recoger los tabacos para mi papá.

Apenas terminó la misa todo el mundo se desbandó para sus casas. Don José González Llorrente, sus hijos, su mujer, su suegra y sus once cuñadas, seguidos por cuatro sirvientas almidonadas y un criado adolescente, se fueron muy en fila, sin hablar con nadie y pensando solamente en Cristo y sus apóstoles, y se encerraron en su domicilio.

La niebla de la mañana se había disipado. En la Plaza Mayor el mercado hervía de susurros y cuchicheos, pero en toda la ciudad se alcanzaba a oir el ruido que hacían la cachaquería y la chapetonería, a unísono, sorbiendo en sus hogares el chocolate caliente, el caldo de pollo y el cuchuco suculento del almuerzo. Gente timorata, zanahoria y rinconera, los santafereños de lustre refocilaban el estómago después del extenuante esfuerzo de oir misa.

A las nueve de la mañana don José González Llorente abrió su tienda, situada en la Calle Real, ahí mismo donde está ahora la llamada «Casa del Florero«. En ese momento yo estaba en mi casa, a cuatro cuadras de allí, recibiendo la siguiente orden de mi papá:

— «Vaya donde el señor Llorente y observe la situación. Si ocurre alguna novedad, avísele a don José Acevedo y Gómez y después véngase a ver en qué lo necesito».

 Yo salí corriendo a cumplir el encargo, y llegué a mi puesto de observación en el preciso instante en que los hermanos Morales se dirigían al señor González Llorente con estas amables palabras:

— «Oiga usted, señor, venimos a que nos preste el florero bonito ese que tiene para adornar la sala en la que vamos a darle la recepción a don Antonio Villavicencio. Ya sabemos que usted es un chapetón recalcitrante y que nos odia a los criollos, pero suponemos que no será tan grosero como para faltar a las reglas de la hospitalidad. ¿No es así?»

El pobre don González Llorente se puso colorado, y tartamudeando de la sorpresa, contestó:

— «¿Pero de dónde sacan vuestras mercedes, señores míos, que yo odio a los criollos? ¿Y por qué me hablan vuestras mercedes en ese tono tan insultante? ¿Les he faltado yo en algo alguna vez, he sido desatento con vuestras mercedes o con vuestras honradas esposas o madres o hermanas? ¡Por supuesto que pueden vuestras mercedes disponer del florero, y de toda mi tienda, que a mí no me importa si el agasajado es criollo o chapetón!»

— «¡Ajá! —respondió el más joven de los Morales— ¡de manera que insulta a nuestras madres, y esposas, y hermanas! ¡De manera que dice que no le importan, que se caga en los criollos! ¡De manera que se niega a prestar el florero, solamente porque el agasajado es criollo! ¡Viejo cabrón, miserable, chapetón de mierda, ahora mismo vas a a ver cuánto valemos los criollos!»

La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.

La famosa bofetada que uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.

El tumulto que se armó entonces fue tremendo. La gente se arremolinó, gritando contra el pobre señor González Llorente, y a mí me dió la impresión de que todos sabían exactamente cómo tenían que moverse y qué tenían que gritar. Todos, menos don José González Llorente, que estaba muy aturdido, muy azorado, muy sorprendido y muy achicopalado. En esto llegó don Francisco José de Caldas, con sus botas muy lustradas y su cuello de encaje, y una sonrisa maliciosa en la mitad de la cara, y saludó muy amablemente a don José González Llorente. Eso me pareció muy absurdo, y al comienzo no entendí por qué Caldas hacía eso. Era imposible que él no se hubiera dado cuenta del tumulto. Pero comprendí de qué se trataba cuando uno de los Morales le dijo:

— «Señor Caldas, es increíble que usted salude con amabilidad a este chapetón miserable, que ha insultado a los criollos, que ha dicho que se caga en todos nosotros, y que se ha negado del modo más vulgar y soez a cumplir con los deberes de la hospitalidad».

Caldas miró a los Morales, a la muchedumbre, a don José González Llorente que estaba congestionado por la sorpresa, la humillación y el espanto, y dijo con una tranquilidad brutal, amable y sonriente:

— «Pues si es verdad lo que vuestras mercedes me dicen, tengo que retirar el saludo que acabo de ofrecer».

Don Gónzalez Llorente pareció hundirse en el abismo de un colapso cardíaco. La multitud volvió a gritar, y yo salí corriendo de allí y me fuí a contarle todo a don José Acevedo y Gómez, como mi papá me había ordenado, y luego me dirigí a toda velocidad a la casa, a esperar instrucciones.

Mi papá se mostró muy satisfecho de mi prontitud y disciplina, y me dio un buen chocolate con colaciones. Estábamos en esas cuando llegó, muy agitado, nuestro pariente y amigo don José María Carbonell, diciendo que a don José González Llorente le habían dado una paliza fenomenal, y que la muchedumbre andaba cazando ahora a un oidor —no recuerdo su nombre—, y que ya era hora de poner en movimiento «la máquina popular«. Mii papá estuvo de acuerdo y me dijo: «Váyase ahorita mismo con José María, obedézcalo en todo, no se separe de él y pórtese bien. Ahora es usted un ciudadano y un patriota». Me miró a los ojos con mucho cariño y me dio una palmada en el hombro. Yo le besé las manos y me fui con Carbonell, que parecía un torbellino.

Nos trepamos por la Candelaria, hasta el barrio de Egipto, y Carbonell alborotó allí a más de dos mil personas que se bajaron hasta la Plaza Mayor con palos y picas y piedras y cuchillos. Después corrimos hasta San Victorino y de ahí trajimos a tres mil energúmenos dispuestos a desbaratar el Reino a patadas. Lo mismo hicimos en el barrio de Las Nieves. En suma, nos recorrimos en unas horas todos los huecos de Santafé donde había pobres y chusma, y a las seis de la tarde teníamos una muchedumbre enfurecida en la Plaza Mayor, varios oidores presos, los chapetones escondidos en los entretechos de sus casas y los criollos repartiendo órdenes, contraórdenes y desórdenes.

Lo demás ya lo conocen ustedes, porque fueron a la escuela y ahí les echaron el cuento completo. Sabrán, por lo tanto, que mientras José María Carbonell alborotaba a los artesanos, peones y obreros, don Francisco Morales, cumpliendo órdenes del doctor Azuero Plata, comunicaba al cuartel del Regimiento Auxiliar la noticia de los alborotos y lograba que el jefe de dicha fuerza, don José Moledo, se uniera con su batallón a las fuerzas patriotas. Entretanto, los criollos más notables se autodesignaron con el título de tribunos o portavoces del pueblo, y en nombre del pueblo enviaron emisarios al virrey con la petición de que permitiera realizar de inmediato un Cabildo Abierto. El virrey, señor Amar, terco y porfiado como un ladrillo gallego, se negó repetidas veces a conceder el permiso y al promediar la tarde, con torpe arrogancia, recibió al último de los comisionados, don Ignacio de Herrera, con la tajante expresión «¡Ya he dicho!» y luego le volvió la espalda de manera insultante.

Yo estaba ya de regreso en mi casa cuando llegó allí un mensajero con el cuento de lo que había dicho el virrey. Mi papá, alarmado, comentó: «Eso quiere decir que el señor Amar se propone aplastarnos a sangre y fuego». Pero a los cinco minutos llegó otro mensajero con la información de que don Juan Sámano le había pedido autorización al virrey para sacar las tropas regulares a la calle a fin de restablecer el orden a balazos, y que el virrey le había negado ese permiso y en cambio le había ordenado mantenerse quieto en su cuartel. Al oír esta noticia, mi papá se quedó como atontado y uno de los criollos presentes, no recuerdo cuál de ellos, dijo con una sonrisa: «Eso quiere decir que el señor Amar es bobo de remate, y que ahora podemos hacer lo que se nos dé la gana».

Dicho y hecho. Los miembros del Cabildo y los notables criollos decidieron realizar el Cabildo Abierto sin la licencia del virrey y comenzaron a enviar las citaciones, a convocar a la muchedumbre que recorría las calles, enardecida y furibunda, y a organizar los piquetes de vigilantes y activistas. A las cinco de la tarde, una horda de lagartos, aduladores, tinterillos, chismosos, oportunistas y sapos de todos los colores, llegaron donde el señor virrey a contarle que los criollos iban a pasar por encima de su autoridad. El señor virrey dijo entonces:

«He dicho que no habrá cabildo sin mi permiso. Si son tan subversivos que se atreven a hacerlo, entonces les doy permiso para que hagan Cabildo Extraordinario».

Cuando la muchedumbre alborotada oyó esto, la carcajada fue inmensa y toda la revolución estuvo a punto de fracasar, porque la gente se desmayaba de la risa. La seriedad revolucionaria se restableció cuando don José Acevedo y Gómez se trepó a un balcón y gritó con todas sus fuerzas:

— ¡Esta vaina no es una fiesta, carajo! ¡Con semejante indisciplina es imposible organizar el desorden! ¡Si dejamos pasar este momento de verraquera, si no aprovechamos la papaya que nos están dando, antes de doce horas los chapetones nos van a hacer comer mierda a todos juntos!

Esta es la frase inmortal que, por respeto a las señoras, las señoritas y los niños, la historia oficial ha registrado así:

— ¡Si perdéis este momento de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes!

Sea como fuere, el pueblo quedó tan impresionado con la vibrante elocuencia de don José Acevedo y Gómez, que desde ese mismo momento lo bautizó con el apodo de El Tribuno del Pueblo.

A las seis de la tarde una inmensa multitud llenaba la Plaza Mayor y todas las calles adyacentes. Todas las campanas tocaban a rebato. La guardia de la cárcel intentó hacer una salida contra el pueblo, pero fue desarmada y bombardeada con piedras, tomates, verduras, huevos podridos, escupitajos y toda clase de insultos por las gloriosas masas revolucionarias que con abnegación y heroísmo dieron así una prueba suprema de patriotismo inmortal. Los pobres guardias, molidos a palo y cubiertos de saliva proletaria, fueron encerrados en la misma cárcel que debían guardar.

A las seis y cuarto, más o menos, comenzó a sesionar el Cabildo Extraordinario, como decía el ridículo permiso del virrey. Yo estaba en la plaza, al lado de mi papá y de José María Carbonell, y ví que éste último hacía una seña a un vecino notable, quien de inmediato pidió la palabra y propuso que se eligiera por aclamación a don José Acevedo y Gómez como Tribuno del Pueblo. Así se hizo, con ruidosa aprobación de la muchedumbre. Alguien señaló entonces que la muchedumbre no podía votar porque el Cabildo era Extraordinario y no Abierto, y por lo tanto no era permitida la votación general. Don José Acevedo y Gómez dijo entonces: «¡Pues que la asamblea se constituya en Cabildo Abierto, y que el Cabildo Extraordinario se vaya al diablo!». Y así se hizo.

Acto seguido, don José Acevedo y Gómez volvió a tomar la palabra y exigió, en nombre del pueblo, que se designara una Junta encargada de asumir el mando, y que cada uno de sus miembros debía ser aclamado por el pueblo. En ese momento llegó un mensajero diciendo: «Que el señor virrey manda decir que él se ofrece a ser el presidente del Cabildo». Esto produjo otro despelote de risas y carcajadas. Don Ignacio de Herrera le dijo al mensajero: «Vaya y dígale al señor virrey que ya es tarde».

A todas estas, yo me mantenía callado y serio observando los acontecimientos. A pesar de toda la euforia popular y de las expresiones de entusiasmo de mi papá y de todos los notables, yo estaba triste. José María Carbonell me preguntó: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿No te gusta ver el nacimiento de una Patria?». Yo le contesté: «Sí, me gusta, pero me da tristeza pensar en el señor Llorente. Él es una buena persona, y hoy lo hemos maltratado todos de la manera más horrible. Me da pena y vergüenza». Carbonell se quedó mirándome fijamente, con esos enormes ojos negros que tenía, y me dijo: «Tienes razón. Mañana iremos juntos a la cárcel y le llevaremos comida, ropa y algunos libros».

Fue así como supe que al pobre don José González Llorente lo habían metido en el calabozo después de apalearlo, insultarlo y ultrajarlo. Ya nunca más volvería a tener su tienda bien surtida, ni me acariciaría la cabeza cuando yo fuera a comprar tabacos para mi papá, ni saludaría a los vecinos con esa voz ronca y tranquila que tenía. Ya nunca más volveríamos a verlo en su peregrinación dominical a la iglesia, muy compuesto, con su mujer, su suegra y sus once cuñadas, sus hijos y sus sirvientes. Sentí un sabor amargo debajo de la lengua.

Y más detalles de ese día no les puedo dar, porque me fui para la casa. Después supe que se había formado la Junta, que se había obligado a los militares a jurar obediencia al nuevo gobierno, que el virrey Amar había tenido que ceder a todas las exigencias de los patriotas, que se había dado libertad al canónigo Rosillo, quien desde hacía meses estaba preso por conspirador, y que cuando los miembros de la Junta fueron a visitar al señor Amar al palacio virreinal, se le dio orden a la guardia de presentar las armas «ante el pueblo soberano». Yo lamenté no haber visto eso personalmente, porque esa vez, el 21 de julio de 1810 por la mañanita, fue la primera ocasión en la historia de Colombia que se usó la expresión «el pueblo soberano» de manera pública, abierta y oficial. Parece también que ha sido la única vez que se respetó el significado de esa expresión. Pero esa es otra historia.

Solamente les quiero contar, para terminar con este relato, que algunos meses más tarde salió del calabozo donde los criollos lo habían encerrado, aturdido, humillado y desconcertado, don José González Llorente. Se fue para La Habana, en compañía de sus trece mujeres sollozantes y de tres sirvientes y un perro, y desde allí mandaba a veces cartas preguntando por qué lo habíamos tratado tan mal. Nadie le contestó nunca y no se le volvió a ver por aquí.

Años más tarde visité en la cárcel a Caldas pocas horas antes de que lo fusilaran. «Ahora —me dijo— es el momento de usar la O larga y negra partida«. Y agregó: «Espero que hayas aprendido algo útil en estos años que hemos estado haciendo Patria». Yo le contesté, pensando en don José González Llorente, en sus trece mujeres, en su perro, en sus sirvientes y en sus hijos: «Si, he aprendido que para hacer una Patria nueva hay que cometer infamias».

Caldas sonrió amargamente y me dió un abrazo muy largo y apretado, y yo le dejé una lágrima rodando por la manga de su camisa desabrochada. No pudimos hablar más. Al amanecer lo fusilaron y le cortaron la cabeza.

Carlos Vidales © 1996
Revisado en julio de 2014

 

 

Fuego en Avenue Brugmann

Incendio matinal, Bruselas. Dibujo de Carlos Vidales a partir de una foto de Nicola F.

Incendio matinal, Bruselas. Dibujo de Carlos Vidales a partir de una foto de Nicola F.

Crónica de Andrea Roca
sobre una mañana de fuego
en su vecindario de Bruselas.

Así nos despertó Bruselas esta mañana: fuego, hollín y el llamado de los bomberos.

Nicola me saca del sueño bruscamente: ¡corre, se está quemando el edificio! En ese mismo momento llama la policía al citófono. Corrimos en pijama ocho pisos abajo mientras subían agentes y bomberos. Alcancé a agarrar mi chaqueta de blue jean y el pasaporte. Nada más; no sin dejar de pensar escalas abajo en que hubiera podido salvar la foto de mi mamá, los libros con las dedicatorias más bellas de mi padre y los aretes de cuando era niña con esas dos pequeñas esmeraldas. Siempre se dice que se puede perder todo en un segundo, pero cuando el segundo está a un segundo, nada importa aparte la vida, que es lo que de verdad nadie nos repone.

Salimos a la calle y nos hacen alejarnos señalándonos el andén de enfrente. Íbamos llegando uno a uno, en pareja o con niños, todos los vecinos -incluso algunos que nunca había visto en estos años-. Los policías seguían adentro llamando a las puertas de los más ancianos, lentos, sordos o solitarios.

Y ahí estábamos, fuera, en la Avenue Brugmann, viendo cómo el primer piso del edifico pegado al nuestro ardía y ennegrecía. Llegó la ambulancia, refuerzos que en total sumaban tres carros de bomberos con grúa y patrullas. Entraron por encima unos, por debajo los otros. Las llamas, dice Nicola que las vio bien del otro costado de la casa, eran gigantescas. Intentaban evitar que se pasara el fuego para nuestro lado y apagar el ya furioso conato de infierno donde comenzó todo.

En levantadoras, pantuflas, descalzos, en tennis, en chanclas playeras como yo, con marcas de almohada en las caras, con morrales y otros sin nada como nosotros; todos allí esperando ver extinguir las llamas: – La vecina que saluda según las fases de la luna con su marido para quien no existimos, llenos de una nerviosa cordialidad. Nuestros queridos amigos Italo-españoles con sus niños, siempre cálidos y sonrientes. La italiana a la que nunca había podido ver y que ya me parecía un fantasma. La señora del piso de abajo con su marido un poco perdido en su burbuja de vejez y pensamientos, pero amables y educados. Los esposos fumadores empedernidos del primer piso cuya nube de alquitrán perfuma los ascensores y la entrada principal. El joven de la puerta del lado con su novia y que nunca salieron -asumimos que estaban de vacaciones-. El matrimonio gay y los dos chicos nuevos también pareja, apenas llegados ayer y cuya primer noche en este edificio les da la bienvenida tan calurosamente que les ofreció un incendio. La rubia con el hijo que desconocía, el señor que siempre agacha la cabeza para simular que está ocupado y no saludar mientras su hijo adolescente dice bonjour tímidamente y…¿y la señora elegante y dulce que he visto solo dos veces en tres años? ¿Dónde estaba la señora dulce y elegante? No aparecía por ningún lado hasta que se asomó a su ventana y todos la vimos abrir la cortina como recién levantada curioseando seguramente atraída por las luces de las patrullas. ¡Venga, venga!, con señales de manos decíamos. Tal vez es sorda y no tenía el aparato -pensé, tal vez toma pastillas para dormir -anota mi vecina Beatriz, a esa edad…enfatiza.

Estábamos allí. Separados. En un lado los del edificio en riesgo y del otro, los del edificio en llamas. A Hugo el hijo de mis vecinos un policía lo cubrió con su chaqueta repleta de insignias: Police – Politie. Pertenecía a un agente de apellido flamenco, Van…bla, bla, blá. Hugo no creía en nadie vestido de policía. Parecía ET cuando lo disfrazaron de señora en Halloween.

Durante la espera curiosos belgas, muy discretos, preguntaban qué había pasado. Otros tomaban fotografías y los que tenían afán de llegar al trabajo se desviaban o caminaban a otras paradas del tranvía 92 que para justo en frente de casa y que por obvias razones su paso había sido bloqueado.

Después de presenciar las operaciones de los bomberos por un buen rato, ya cuando sabíamos que víctimas no había y que el fuego estaba controlado; llega un hombre rubio, bien peinado, delgado, con un pantalón mostaza de correa ajustadísima casi a la mitad del tronco que sin siquiera mirar se disponía a entrar a su trabajo. Sí, el apartamento donde todo comenzó era suyo. Su negocio, la que era su oficina, se había quemado totalmente.

Fue parado por el policía a cargo y en ese mismo momento, no digo que palideció porque ya era bastante más blanco que un pálido, pero los ojos desorbitados y el temblor nos mostró a nosotros espectadores y protagonistas también, el desconsuelo y la impotencia en la cara de otro. Quise acercarme a darle una palabra de aliento, incluso en mi país tal vez lo hubiera abrazado o le hubiera tocado su espalda, pero no lo hice porque su estoicismo me cortó y en estos países uno no termina por saber bien cuándo decir qué sin que no sea tomado como invasión. Callé entonces y le deseé cosas buenas, como por ejemplo: que estén bien de salud en su familia, que las deudas no lo estén ahorcando, que tenga quien lo ame o que el seguro le cubra todo. Eso, sobre todo, esta última cosa.

Nos autorizan entonces a entrar de nuevo en nuestras casas. Casi nadie tomó el ascensor. Todo olía a cuero quemado. A medida en que la gente llegaba a su piso, nos íbamos despidiendo y deseando con una sonrisa de serenidad recobrada, un mejor día. Eso y de esa manera me ha pasado poco en este país. Hoy, en este bâtiment vivimos la misma mañana. Triste decirlo así, pero hay tragedias que humanizan. No sé si algo como esto volverá a ocurrir. Sólo sé que hoy todos quisimos de verdad lo mejor para el otro, en este edificio en la Avenue Brugmann del barrio Ixelles.

Andrea Roca
Bruselas, 14 de junio de 2014