Dícese que el admirable escritor francés Guy de Maupassant (1850-1893) murió en un estado de locura alucinatoria horripilante. Se afirma que durante sus últimos días gritaba aterrorizado porque los muebles de su habitación lo perseguían y se confabulaban para asesinarlo. Las sillas, el sofá, el escritorio, los estantes de la biblioteca y la cama en el dormitorio habían abandonado la discreta costumbre de conversar únicamente cuando el dueño de casa dormía o estaba ausente. Ahora lo hacían con descaro, abiertamente, en presencia del pobre Maupassant. Alzaban la voz con insolencia, lo acusaban de crímenes y faltas de las cuales él era inocente, lo calumniaban y amenazaban. Pronto pasaron a las vías de hecho y era frecuente que se abalanzaran sobre el desgraciado escritor, tratando de aplastarlo. Se dice, incluso, que una vez lo alcanzaron en un rincón del jardín y lo molieron a golpes con sus puños y sus patas de madera. Muy lamentable.
Mi maestro, el cronista colombiano Luis Tejada (1898-1924) comentó esta tragedia con prosa inolvidable y sacó la única conclusión sensata que puede sacarse de tan triste historia: los muebles tienen alma, son seres vivientes. Cada mueble, señaló mi ilustre antecesor, tiene algo de animal y todos sabemos o creemos saber cómo es la personalidad, el carácter, el alma, las manías y hasta las pasiones de nuestro sillón, nuestra cama, nuestro armario, nuestra mesa de trabajo…
Y Tejada, con espíritu noble de científico, se atrevió a insinuar una audaz hipótesis: «Puede suceder que el taburete sea el tipo degenerado de una gran especie que vivió en remotas edades o el principio de evolución de una gran especie que vivirá en el porvenir. Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo.»
Pues bien, os voy a contar un secreto. Yo he investigado a fondo esa posibilidad, aprovechando la circunstancia de que la vida me ha condenado a un eterno destierro en más de veinte países durante más de medio siglo. He visto y entrevistado muebles de todas las razas, de todas las latitudes y de las más variadas religiones. Mi libro de apuntes, que legaré a las generaciones futuras, es ya más voluminoso que el de Darwin. Y a pesar de que lo que voy a declarar me obliga a refrenar mi natural modestia, os diré que he hecho descubrimientos trascendentales para la historia de la especie humana.
Habéis de saber, queridos lectores, que los muebles son parientes nuestros, hasta el extremo de que en más de una ocasión se ha producido un cierto mestizaje, un cierto cruzamiento entre las dos familias. La natural tendencia a la promiscuidad sexual, propia de la especie humana, ha conducido a esta suerte de mestizaje de carpintería, especialmente en épocas calamitosas, pestíferas, catastróficas, guerreras o simplemente decadentes.
Así, he descubierto algunos muebles en ciertos árboles genealógicos ilustres. Sucede que en uno de mis viajes por España, investigando sobre mis raíces y mis ancestros medievales, pude adquirir viejos documentos que me vendió un fraile con cara de violín en un claustro de carmelitas descalzos. No diré que el santo abad del claustro se parecía al órgano de la capilla, ni que el ecónomo, fray Agapito, era el vivo retrato de un confesionario. Lo que si diré es que los documentos adquiridos allí prueban, sin lugar a dudas, que algunas de las más rancias estirpes europeas han enriquecido sus mapas genéticos con los aportes de pianos, escritorios, retretes, armarios y anaqueles.
En aras de la discreción y la prudencia debo callar nombres, pero ¿no habéis notado, cuando váis de paseo por la Castellana o por la Gran Vía, a esa señora que respira como una vieja estufa de carbón? ¿O ese caballero cuya barriga evoca el sofá de la tía Solferina? ¿O el jovencito aquel que habla con voz de flauta traversa? Y los bigotes de vuestro gran político nacional ¿no os hacen pensar en los cepillos para caballos? ¿Creéis acaso que tales semejanzas son casuales, accidentales? Pues si lo creéis, os diré que tenéis la ingenuidad propia de los muebles infantiles.
Puedo aducir más pruebas científicas: Cuando vamos a comprar muebles buscamos aquellos que más se amoldan a nuestra personalidad, que cuadran con nuestro temperamento, que se parecen a nosotros. Claro: estamos buscando inconscientemente nuestros amados parientes de madera. Y en estos tiempos de inaudita globalización vamos a IKEA, porque allí nos esperan los muebles-masa, hechos en serie, todos iguales, como somos nosotros, los «pequeños hombrecitos» de que hablaba el gran filósofo Wilhelm Reich (1897-1957), todos en serie, todos obedientes, acostumbrados a creer sin discusión los postulados arrogantes de los «grandes hombres» que nos han dado la comodidad y la seguridad a cambio de que renunciemos al riesgo de pensar por nosotros mismos, de ser únicos, originales, excepcionales.
¡Debemos liberarnos, con ayuda de nuestros amados muebles familiares! ¡Busquemos el viejo piano entre nuestros antepasados, el armario rococó, la antigua mesa morisca que alguna vez fue acariciada con amor por algún abuelo andaluz, las alcándaras del Cid, el anaquel con ruedas que nuestro tío Quevedo tenía siempre, cargado de libros, al borde de su cama, la altiva silla toledana de don Juan de Padilla, el sabio reclinatorio de Teresa de Ávila, el camastro duro y dulce de San Juan de la Cruz!
Amad, queridos amigos, vuestros muebles ancestrales, como se ama a la tía rica, al padrino generoso o al viejo y entrañable perro de la casa. Amadlos con ternura, porque ellos son sangre de vuestra sangre e historia de vuestra historia. Y cuando, vencidos por la edad, os encontréis en el trance de cerrar los ojos para siempre, echad una última mirada de cariño y gratitud sobre vuestros parientes mudos y fieles, los abnegados muebles del hogar, tantas veces testigos y tantas veces participantes de vuestras locuras secretas.
Y si no lo hacéis así, si traicionáis vuestra estirpe, sabed que los muebles, iracundos, os perseguirán y castigarán implacablemente, como lo hicieron con el ingrato Maupassant.
(C) Carlos Vidales
No, no tengo un piano, aunque me hubiera encantado, pero sí muchos muebles antiguos, yo los quiero, pero creo que me van a asesinar dentro de poco, por no poderlos arreglar. Vamos a ver si este comentario sí te llega y así sé de ti.
Tampoco tengo piano pero si una especial relación de amor con los muebles pesados, antiguos, los de madera oscura y tallada.
La relajada comodidad que siento entre ellos la explico, ahora, a la luz de lo que escribió Tejada en su momento y que tu tan admirablemente retomas y amplías.
Yo creo firmemente que todo, absolutamente todo en el Universo, tiene un alma, que en todas las entrañas hay un hálito de vida y de conciencia.
Descubrirte (gracias a Yamel) y descubrir tu literatura ha sido una grata, muy grata sorpresa.
Lástima que el descubrimiento haya sido algo tardío pero bueno, siempre hay tiempo para todo y lo estoy recuperando.
Saludos desde Cali
Gracias, Elvira.
Saludos desde Estocolmo.